La Corte Suprema de
Justicia de la República: 200 años después
The Supreme Court of
Justice of the Republic: 200 years later
Ulises A. Yaya Zumaeta
Juez Supremo Titular de la Corte Suprema de Justicia de la República
(Lima, Perú)
uyaya@pj.gob.pe
https://orcid.org/0009-0008-7852-2948
Resumen: La creación de la Corte Suprema de Justicia de la República, en el año 1824, constituyó un hito relevante —si no el más importante— en el fortalecimiento del sistema de justicia nacional, a la luz de la necesidad de cimentar su independencia frente a otros poderes del Estado, así como su autonomía y exclusividad en el ejercicio de la función jurisdiccional, como parte de la consolidación de un estado social y democrático de derecho.
La vinculación del Juez con el concepto que sobre tal Poder del Estado desarrolle la Carta Política, es algo que no podemos negar, lo que no obsta el esfuerzo particular o colectivo por buscar el reconocimiento y necesidad de una real y permanente división de poderes, que evite cualquier injerencia que afecte el equilibrio que debe existir entre aquellos poderes, coadyuvar a la cimentación de un país que respete los derechos fundamentales y orientar su desarrollo sostenido en todas las áreas que le son propias.
Lo indicado no es ajeno a la colaboración que debe existir entre los poderes del Estado, sin superposición de funciones ni menoscabo de competencias, desde que la Constitución Política debe interpretarse en favor de la consolidación de la democracia participativa, lo que involucra a la sociedad en su conjunto, y, por supuesto, a los jueces de todos los niveles.
Palabras clave: Perú, Constitución Política, Poder Judicial, Bicentenario, Independencia.
Abstract: The creation of the Supreme Court of Justice of the Republic, in 1824, constituted a relevant milestone—if not the most important—in the strengthening of the national justice system, in light of the need to cement its independence from others. powers of the State, as well as its autonomy and exclusivity in the exercise of the jurisdictional function, as part of the consolidation of a social and democratic state of law.
The connection of the Judge with the concept that the Political Charter develops regarding such State Power is something that we cannot deny, which does not hinder the individual or collective effort to seek the recognition and need for a real and permanent division of powers, which avoid any interference that affects the balance that must exist between those powers, contribute to the foundation of a country that respects fundamental rights and guide its sustained development in all its areas.
What is indicated is not unrelated to the collaboration that must exist between the powers of the State, without overlapping functions or impairment of powers, since the Political Constitution must be interpreted in favor of the consolidation of participatory democracy, which involves society in his ensemble, and, of course, to the judges at all levels.
Key words: Peru, political constitution, judicial power, bicentennial, independence.
1. Introducción
Cuando se menciona al Poder Judicial en cualquier escenario que motive el respectivo comentario, es casi siempre imposible desligarlo de la actuación de los principales miembros que lo conforman: los jueces; lo que es razonable si consideramos que la actuación de estos funcionarios tiene gran significado en el talante, eficiencia y fortaleza que tal institución muestre frente a la sociedad y el Estado.
Intentar entonces conocer un poco de los orígenes de las atribuciones y facultades otorgadas a los jueces del Poder Judicial, a partir de la creación de la Corte Suprema de Justicia de la República, puede ser útil para otorgarnos una idea del camino seguido y del que puede o debe tomarse para consolidar la actuación de tal órgano en función a lo que el país y la sociedad requiere (o exige) de ellos.
La creación de la Corte Suprema de Justicia de la República, hace 200 años, con las vicisitudes y antecedentes que le dieron origen, permite una evaluación de las atribuciones y prerrogativas de los jueces, con énfasis en los que ocupan el máximo nivel jerárquico y al rol que debían desarrollar en la nueva sociedad que los rodeaba. De ese modo, la apreciación del contenido de tales circunstancias puede facilitar el entendimiento de la voluntad del Estado orientada a esa creación, y, sobre todo, el examen del camino recorrido desde entonces y, cómo no, a través del poder constituyente, sobre los alcances y, si se quiere, límites de la actuación del judiciario en el nacimiento del Estado.
La orientación que pretende otorgarse a este trabajo, sin por supuesto entenderla como una posición acabada, se circunscribe a examinar las motivaciones de la creación del judiciario supremo en el contexto de la novísima Carta fundamental de la República, así como de las facultades otorgadas y garantías que debía cautelar para constituirse como un instrumento catalizador y/o resolutor de los casos o controversias que puedan generarse a nivel social e incluso en el ejercicio de las atribuciones de los otros Poderes del Estado, para evitar un posible desmedro en el deseado equilibrio de poderes y coadyuvar al crecimiento y fortalecimiento del sistema democrático.
Este artículo toma en cuenta los antecedentes históricos en materia de justicia, entre ellas la Real Audiencia de Lima y algunos estudios vinculados con el contexto social y político que rodeó la creación de la Corte Suprema de Justicia, esto porque conocer los antecedentes, motivos y razones de la creación de la Corte Suprema de Justicia de la República, en el contexto de la realidad social y política del momento de su creación, permite determinar el nivel de importancia que se perseguía otorgar a este Poder del Estado a los inicios de la República.
Asimismo, la evaluación de las razones por las cuales se creó la Corte Suprema de Justicia de la República y el grado de participación que a partir de ello se otorgó al Poder Judicial en la formación de un nuevo país, en la persona particular de los jueces, sirve para comparar las fortalezas de tal poder del Estado desde entonces y hasta ahora y, con ello, determinar su trascendencia antigua y actual en la consecución de aquel objetivo, propios de países que pretenden alcanzar un significativo grado de desarrollo en el escenario global.
Igualmente, es importante conocer las atribuciones y facultades otorgadas a los magistrados del Poder Judicial, y, en específico, a la Corte Suprema de Justicia de la República, para determinar la suficiencia de ellas en orientación a que tal Poder del Estado coadyuve a la cimentación de un sólido sistema democrático, a partir de la independencia y autonomía
otorgada para el ejercicio de sus funciones.
2. Desarrollo
La Corte Suprema de Justicia del Perú, como máximo órgano jurisdiccional de la nación, vio la luz a la par de la República, como punto culminante de la lucha por la independencia de España que se inició hacia finales del siglo XVIII y que continuó entrado el siglo XIX. Su concepción fue fruto de mentes preclaras e ilustradas que consideraron necesario romper con el modelo de administración de justicia virreinal, centralizada y arcaica, y, en su lugar, abrazar el principio de separación de poderes.
Sus inicios, sin embargo, no estuvieron exentos de avatares, por efecto del largo camino que tuvo que recorrer el Perú en la búsqueda de su identidad como nación, de aceptación como pueblo multicultural y plurilingüe, de compleja geografía y difícil integración, como se advierte hasta nuestros tiempos.
Es por ello que, para entender los inicios de la Corte Suprema de Justicia, resulta necesario referirnos a su inmediata antecesora en materia de justicia en los territorios que conformaron el virreinato del Perú: nos referimos a la Real Audiencia de Lima, el más alto tribunal de justicia, tanto en lo civil como en lo criminal, labor que desempeñaba a la par de político y administrativo, que incluía, por ejemplo, la elaboración, cumplimiento y aplicación de las leyes, la protección de los indígenas contra los abusos de los españoles, absolver consultas formuladas por el virrey o suplir a este en caso de enfermedad inhabilitante o fallecimiento, hasta la designación y llegada de su sucesor, entre otros. Su creación se remonta al año 1542, de la mano del emperador Carlos I, y su instalación formal recién en 1544.
La Real Audiencia de Lima era presidida por el Virrey y se integraba por ocho oidores (porque oían en audiencia a las partes) nombrados por el Rey de España, dos fiscales (que actuaban protegiendo los intereses de la corona española), un teniente del Gran Canciller (que guardaba el sello real), un alguacil mayor y abundante personal letrado. Y si bien era la máxima instancia jurisdiccional del virreinato del Perú, en su calidad de sede de apelación o tribunal superior; sin embargo, no era la definitiva, pues sus fallos podían ser recurridos ante el Real y Supremo Consejo de Indias.
La autoridad de esta Audiencia se situaba por encima de la del virrey y “(…) sus funcionarios gozaban de respeto y encarnaban las tradiciones jurídicas del Derecho Romano y de las Leyes Alfonsinas. La autoridad de las audiencias eran un reflejo de la autoridad absoluta del Rey y se identificaban a estas con la persona misma del Soberano en la administración de justicia usando el Sello Real con el titular de la Cancillería” (Geng, 2003, p. 92).
Comenta José Francisco Gálvez Montero que, por lo general, el cargo de virrey duraba menos que el de los oidores, con lo que se buscaba dar más peso a la audiencia que a la figura del virrey, aunque ambos se controlaban mutuamente evitando el desbalance de los órganos de poder (Gálvez, 1990, p. 328). La eventual disputa entre ambas autoridades llevó a que se adoptaran disposiciones para su mejor funcionamiento y que, según Francisco García Calderón —citado por Gálvez Montero—, fueron las siguientes:
1ª. Aunque el Virey era presidente de la Audiencia, no podía impedir con su falta los acuerdos de esta;
2ª. Los Vireyes no tenían voto en materia de justicia, pero debían firmar las sentencias con los oidores;
3ª. Se podía apelar para ante la Audiencia de los mandamientos del Virey en cosas de gracia y oficios en materias gubernativas;
4ª. Excediéndose los Vireyes de sus facultades, las Audiencias podían requerirlos, y dar cuenta al Rey. (p. 328)
Para 1787, se escindiría de la Audiencia de Lima, la jurisdicción de Cusco que, a causa de la rebelión del curaca José Gabriel Condorcanqui (Túpac Amaru II), reclamó para sí mayor presencia de la Corona española en los territorios del sur del virreinato frente al abuso de los corregidores; por lo que se constituyó la Audiencia del Cusco, aunque subordinada y dependiente de la de Lima.
La Real Audiencia de Lima era también objeto de control de sus actos jurisdiccionales y administrativos por el Real y Supremo Consejo de Indias. José Antonio del Busto (2011) nos explica que:
Para vigilar la marcha de las audiencias el consejo enviaba en secreto visitadores, quienes se presentaban sorpresivamente en ellas, investigaban la administración de justicia y, por último, informaban al consejo. Los consejeros entonces destituían y castigaban a los funcionarios culpados, ascendían a los no culpables y nombraban nuevos funcionarios para los cargos vacantes. (p. 149)
Es en este escenario en el que nos encontramos a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, cuando arrecian los pensamientos y acciones independentistas a través del territorio del virreinato del Perú, de la mano tanto de las corrientes libertadoras del sur como del norte, a la que la magistratura (representada por los oidores y fiscales) no fue ajena, debido sobre todo a la doble función jurisdiccional y político-administrativa que desempeñaba la Audiencia de Lima. Unos congraciaban con las ideas independentistas, otros se mantuvieron leales al Rey hasta el último momento.
Dato importante que nos proporcionan algunos autores es que, llegado el momento de la victoria de la causa libertaria, los territorios que ocuparon las Audiencias Reales se replicaron como territorios de las nacientes repúblicas, estableciendo sus límites iniciales, dando “origen a una nacionalidad y a un Estado. Mientras las huellas de las demarcaciones virreinales desaparecen por completo, los distritos audienciales sirven de núcleo para la formación de firmes núcleos nacionales” (Geng, 2003, p. 95). Tal serían los casos de la Audiencias de Lima, que dio origen a la República del Perú, y de México, así como la Audiencia de Quito, que dio lugar a la República del Ecuador, y la de Charcas, que se convirtió en la República de Bolivia. No sucedió igual con la del Cusco que jamás se separó de la de Lima (Del Busto, 2011, p. 149).
Dado que el proceso de ruptura del centro poder virreinal y, con ello, de sus principales instituciones fue lento y progresivo, el gobierno y la administración de los departamentos libres del Perú, a consecuencia de la declaración de la independencia por el Libertador José de San Martín en el año 1821, requería no solo de normas de aplicación general para el nuevo Estado, transitorias y, si se quiere, excepcionales, que reemplazaran provisoriamente a aquellas heredadas del antiguo régimen de la conquista (inicialmente vencido), sino que exigía además (con urgencia) un cuerpo orgánico que estableciera las bases del ordenamiento político, económico y social de la naciente república; reconociendo, además, algo que desde siempre fue considerado como medular para todo Estado que se preciara respetuoso de la voluntad popular y protector de los derechos esenciales de los ciudadanos, acorde con la corriente ilustrada imperante: el principio de separación de poderes, a fin de controlar las pretensiones de exceso funcional del gobernante de turno, cualquiera sea la persona o el momento en que le corresponda ejercer funciones.
En esa línea de intención, los primeros documentos de carácter provisorio que se dictaron fueron, sucesivamente, los siguientes: el Reglamento Provisional, expedido en Huaura el 12 de febrero de 1821, y el Estatuto Provisional, emanado en la ciudad de Lima el 8 de octubre del mismo año, en tanto se preparaba y conformaba el Congreso Constituyente para la elaboración de la primera Carta fundamental, que se instaló formalmente el 20 de septiembre de 1822, y que para diciembre del mismo año hizo pública las Bases de la Constitución Política de la República Peruana, que finalmente se promulgaría en el año 1823.
Concretamente, el tratamiento de la judicatura en los documentos provisorios enunciados fue de algún modo dispar; ello debido a que el Reglamento Provisional pretendió ser propiamente un puente de transición entre el absolutismo virreinal que decaía y el nuevo orden, cuyo nacimiento se impulsaba de modo célere, de tal forma que tuvo que conservar gran parte de los matices del sistema judicial que provenía del virreinato (con la Real Audiencia de Lima a la cabeza), mezclando el ejercicio de la función judicial a la par de las funciones políticas y administrativas del gobierno en una misma persona, como ocurría por ejemplo con los Intendentes, quienes tuvieron a su cargo el conocimiento de las causas civiles y criminales y que en el nuevo orden pasarían a conocimiento de los presidentes de departamento.
No obstante, y únicamente para efectos de grado, el Reglamento Provisional creó la llamada “Cámara de Apelaciones en el departamento de Trujillo, compuesta por un Presidente, dos Vocales y un Fiscal, que permanecerán en sus destinos mientras duren sus buenos servicios”, estableciéndose como sus atribuciones, las siguientes: “conocerá todas las causas y casos que antes conocían las denominadas Audiencias, con la sola restricción de no entender en las causas de mayor cuantía", "cuyo tratamiento se reserva a los tribunales que establezca el Gobierno central que se forma en el Perú” (artículos 10 y 12 del Reglamento Provisional). Se dispuso también que para las causas civiles y criminales de lo que ya se empezó a llamar fuero común: “se observarán sin alteración las leyes y ordenanzas del Perú”, lo que quiere decir que permanecería vigente la legislación colonial y, con ello, nuestra dependencia de la ley española.
Cabe anotar que la Cámara de Apelaciones de Trujillo dejó de funcionar una vez proclamada la independencia e instalada la sede de gobierno en la ciudad de Lima. Su efímera existencia, a pesar de significar un primer esfuerzo reconocible de autonomía funcional a favor del judiciario, no alteró lamentablemente la composición judicial virreinal preexistente.
De otro lado, el Estatuto Provisional del 8 de octubre de 1821 fue, en apariencia, cuando menos, el paso decisivo hacia el reconocimiento de la autonomía e independencia del Poder Judiciario [hoy Judicial] respecto del poder político. En su preámbulo, el Libertador fue enfático al señalar: “me abstendré de mezclarme jamás en el solemne ejercicio de las funciones judiciarias, porque su independencia es la única y verdadera salvaguardia de la libertad del pueblo”.
En tal sentido, al desligar lo judicial de lo político, el Estatuto Provisional encargó su administración a un ente creado para tal propósito, como fue la Alta Cámara de Justicia, que se estableció en la ciudad de Lima, cuyos integrantes permanecerían en el cargo “mientras dure su buena conducta”. Esto último es relevante por cuanto guarda relación directa con lo que se conoce comúnmente como el principio de inamovilidad de la magistratura judicial, que, como vemos, no sería admitido por el nuevo ordenamiento, que condicionaba la permanencia en la judicatura a la apreciación subjetiva del poder gubernativo sobre la conducta de los jueces, sin mayor precisión de los supuestos en los que la denominada “buena conducta” debía configurarse o de aquellas circunstancias donde la misma podía transgredirse. También deviene en relevante si apreciamos la actual postura constitucional sobre la existencia de procesos de ratificación de los Jueces y Fiscales, cada 7 años, con posibilidad entonces de ser separados del Poder Judicial en un procedimiento que no constituye uno sancionatorio.
El Estatuto Provisional, como su nombre indica, no nació para ver en sí una larga existencia, sino solo la necesaria para cumplir con su fin inmediato en el ordenamiento nacional, aun cuando su única contribución destacada en materia judiciaria fuera la creación de la Alta Cámara de Justicia, que reemplazara a la antigua Real Audiencia de Lima, pues mantuvieron su fuerza y vigor “todas las leyes que regían en el gobierno antiguo, siempre que no estén en oposición con la independencia del país, con las formas adoptadas por este estatuto, y con los decretos y declaraciones que se expidan por el actual gobierno” (Artículo 1 de la Sección Última del Estatuto Provisorio). Así también dispuso la creación de una Comisión que elaboraría el reglamento de administración de justicia, el mismo que fue decretado el 10 de abril de 1822.
La transición de su existencia permitió al General San Martín convocar a la elección del primer Congreso Constituyente en los territorios libres de Perú (y no en todo el territorio nacional, como es obvio, lo que de algún modo debilitó las decisiones o medidas futuras, por su limitado alcance), el mismo que se instalaría el 20 de septiembre de 1822, y cuyo cometido fue aprobar, meses después, el 17 de diciembre del mismo año, las denominadas “Bases de la Constitución Política de la República Peruana”, en las que ya se vislumbraba un primer esbozo de las bases de gobierno, a través de la tan necesaria separación de poderes, y se reiteraba la independencia del Poder Judiciario, enfatizando de forma general; pero esta vez con mayor precisión y, si queremos, alcance conceptual y material, que los jueces “son inamovibles y de por vida”, además que introducía el juzgamiento de las causas criminales a través del sistema de jurados, para el reconocimiento y declaración de los hechos en el juzgamiento de tales causas, reservándose a los jueces solo la aplicación de la ley (vaivenes del nuevo ordenamiento, sin permisencia de análisis crítico y/o interpretación de las disposiciones vigentes por parte del judiciario, al momento de aplicarlas).
Pero el Primer Congreso Constituyente del Perú tampoco fue ajeno al accidentado devenir de la guerra independentista, que no cesó con la llegada del general San Martín a Lima, sino que se prolongó con motivo de las guerras caudillistas por el poder, a tal punto que el presidente José de la Riva Agüero dispuso su disolución, pero fue restablecido por José Bernardo de Tagle, encargado del mando supremo, reiniciando sus sesiones el 6 de agosto de 1823.
Concluido el debate sobre el texto de la nueva Constitución Política, este se promulgó como ley fundamental de la República el 12 de noviembre del mismo año. Como fundadamente afirma Basadre (s.f.):
Con una involuntaria ironía, el día anterior a la promulgación de la Carta política, el mismo Congreso declaró que suspendía el cumplimiento de los artículos constitucionales incompatibles con la autoridad y las facultades del Libertador. En realidad, pues, la Constitución de 1823 no estuvo íntegramente en vigor ni un solo día. (p. 85)
En efecto, el 2 de septiembre de 1823 ingresaron las tropas al mando de Simón Bolívar a la ciudad de Lima, y fue en razón de ello que el Congreso Constituyente dejó en suspenso la eficacia jurídica del íntegro de la Constitución promulgada, para posteriormente ignorarla al conferirle facultades dictatoriales por Decreto del 10 de febrero de 1824. Aun cuando al consultar la página web del Congreso de la República del Perú se consigne que la vigencia de nuestra primera Carta Política tuvo lugar del 12 de noviembre de 1823 al 09 de diciembre de 1826 y, así también, lo considere Domingo García Belaunde en su obra Las Constituciones del Perú (2016, p. 29), lo cierto parece ser que su vigencia solo lo fue en cuanto no afectara los mandatos de Simón Bolívar, por así autorizarlo y permitirlo el mismo poder constituyente.
La Constitución Política de 1823 duró, nominalmente, tres años: desde el 12 de noviembre de 1823 hasta el 9 de diciembre de 1826, pero su aplicación, en los hechos, fue casi inexistente, debido sobre todo a la abdicación del Congreso Constituyente al poder dictatorial del Libertador, que ignoró el texto fundamental, y a la interminable guerra independentista, por lo que en realidad, y en la práctica, la Constitución de 1823 solo empezó a regir tras la caída de Bolívar en 1827 y hasta la promulgación de la Constitución de 1828.
Dado que, por mandato Constitucional, el Poder Judiciario residía exclusivamente en los tribunales de justicia y juzgados, su organización y reglamentación no tendría lugar hasta mucho después. Tal es así que la cabeza de este Poder, representada por la Corte Suprema de Justicia, no vería luz a su conformación, sino hasta un año después de haberse dictado la Constitución Política de 1823. En efecto, ya investido con poderes absolutos, Simón Bolívar, mediante Decreto Provisorio del 19 de diciembre de 1824, establece formalmente la Corte Suprema de Justicia. El texto del decreto reproduce lo siguiente:
Estando previsto en el artículo 98° de la Constitución de la República el establecimiento de la Suprema Corte de Justicia, que debe residir en esta capital, y deseando prescindir absolutamente de todo lo que tenga relación con el ejercicio del poder judiciario;
He venido en decretar y decreto lo siguiente:
Artículo 1°. Se declara establecida la Suprema Corte de Justicia que previene el artículo 98° de la Constitución, cuyas atribuciones serán las que designa el artículo 100°.
Artículo 2°. Por ahora, y como que este decreto es provisorio, se compondrá la corte de un presidente, cuatro vocales y un fiscal, que nombrará el gobierno, el que por órdenes particulares, señalará el traje de los miembros y determinará todo lo conducente al arreglo de esta Corte.
Artículo 3°. El Ministerio de Estado en el departamento de gobierno, queda encargado de la ejecución de este Decreto.
Imprímase, publíquese y circúlese.
Dado en el Palacio Dictatorial de Lima, a 19 de diciembre de 1824.
Simón Bolívar
Por orden de S.E. José Sánchez Carrión
Nótese que, aun cuando se citaba el artículo 98 de la Constitución Política de 1823 como sustento jurídico del decreto dictatorial, el mismo no se acataba en su integridad (“por ahora” se indicó, llamándose al decreto “provisorio”), toda vez que el mandato constitucional preveía que la Corte Suprema debía estar integrada por un presidente, ocho vocales y dos fiscales, y tan solo se instituyó con la mitad de su número. Esto último refuerza la opinión de connotados autores que han calificado de ineficaz o parcialmente eficaz a la citada Constitución de 1823, por razones que inicialmente parecen políticas y no técnicas, y que, de algún modo, hicieron que la Suprema Corte naciera con debilidades de origen o, si se quiere, con limitaciones para poder cumplir con eficacia los retos que significaban no solo la asunción de funciones en un escenario de nacimiento de la nueva República —con alcance territorial incluso parcial— sino, además, con obvias dificultades para la pronta y correcta impartición de justicia en el grado máximo del escalón judiciario, sobre asuntos de interés o relevancia social y nacional.
Entonces, estamos ante un Poder Judicial en formación, al que se le reconoce independencia frente a otros poderes, pero no autonomía ni exclusividad en el ejercicio de la función jurisdiccional. Aún dependerá del Poder Ejecutivo y del Legislativo en materia de interpretación de la ley, y del Poder Municipal y sus Jueces de paz para habilitar la vía ordinaria civil y para el conocimiento de procesos de menor cuantía.
Pero nunca en esos primeros años se vivió en un Estado Constitucional, sino solo en uno de derecho, puesto que la ley fundamental, como se tiene dicho, rigió parcialmente y solo en aquellas normas que no colisionaron con los mandatos de Simón Bolívar. Entonces, hablamos en puridad de un Juez sometido a la ley antes que a la Constitución Política, y actuando además a través de leyes que carecían de origen democrático, por provenir de una herencia monárquica; y hablamos también de un Estado liberal, que nació bajo la luz del pensamiento revolucionario francés que regía en aquellos años de la independencia americana en general, en el que el juez era tan solo “boca de la ley”, sin autoridad para interpretarla, sino solo aplicarla, lo que de por sí es reprochable a la naciente Carta Fundamental.
Todo lo dicho, sin embargo, no obsta para considerar los sucesivos intentos de avances en cuanto a separación de poderes, y más estrictamente de independencia judicial, nacidos del propio seno de la institución, representada por sus jueces, que no se aísla de la pertinente colaboración que debe existir entre los poderes, sin superposición de funciones ni menoscabo de competencias, pues la Constitución Política debe interpretarse en favor de la consolidación de la democracia, lo que involucra a la sociedad en su conjunto, y, por supuesto, a los jueces. Igual esfuerzo puede desprenderse de la lectura de algunas de las subsecuentes constituciones políticas (exceptuando la de 1826, cuyos artículos 97 y 98 previeron, en ese mismo orden, la estricta aplicación de la ley por los tribunales y juzgados, así como la duración temporal del cargo de juez o “cuanto duren sus buenos servicios”, y otras que no hicieron referencia específica sobre la reclamada independencia del judiciario y su posibilidad de interpretar las normas que debía aplicar), refiriéndonos de modo puntual a la Constitución de 1828 (cuyos artículos 103 y 104 definieron dos importantes cláusulas: la independencia del Poder Judicial, y que los jueces son “perpetuos”, no pudiendo ser destituidos sino por juicio y sentencia legal), Constitución de 1834 (con similares cláusulas a las contenidas en la última de las citadas, pero esta vez en los artículos 107 y 108), Constitución de 1979 (cuyo artículo 233, acápite 2, estableció como una de las garantías de las administración de justicia la independencia en su ejercicio), y la Constitución de 1993, que nos rige (en cuyo artículo 139, numeral 2, se recoge como principio y derecho de la función jurisdiccional, la independencia en su ejercicio).
Centrándonos concretamente en la Corte Suprema de Justicia, la Constitución de 1828 estableció que esta se integraría por siete vocales y un fiscal (artículo 108), cuyas atribuciones y funciones no variaron en la Constitución de 1834, aunque sí su conformación, integrándose por vocales de cada uno de los departamentos y de un fiscal y en caso de no contar con individuos que reúnan los requisitos para su designación, “podrán nombrar libremente a otros de fuera” (artículo 111). Sin embargo, durante el periodo de establecimiento y disolución de la Confederación Perú-Bolivia (1837-1839), la Corte Suprema de la República entró en receso, siendo restablecida en su funcionamiento como único alto tribunal del país por la Constitución de 1839, promulgada tras la caída de la confederación. Más adelante, durante la vigencia de la Constitución de 1860, se produjo el golpe de Estado bajo el gobierno provisorio de Mariano Ignacio Prado, creándose la denominada “Corte Central”, que fue desactivada al promulgarse la Constitución de 1867.
En la Constitución de 1920, se otorgó a la Corte Suprema facultades para resolver temas electorales (que perdería tras la creación del Jurado Nacional de Elecciones, mediante Decreto Ley N.º 7177 del 26 de mayo de 1931), y se estableció por primera vez la carrera judicial, ordenando que las condiciones de los ascensos se fijen mediante ley. Asimismo, se implantó un sistema de ratificaciones judiciales que se mantuvo en la Constitución de 1933, y se señaló, en esta última, que la no ratificación impide el regreso al servicio judicial, pero no constituye pena ni priva al magistrado del goce de sus derechos adquiridos. La Constitución de 1979 estableció que es el Presidente de la República quien nombra a los magistrados a propuesta del Consejo Nacional de la Magistratura, y en el caso de los magistrados de la Corte Suprema, es el Senado quien debe ratificar su nombramiento. La Constitución de 1993 cambiaría este panorama, estableciendo que corresponde al Consejo Nacional de la Magistratura (hoy Junta Nacional de Justicia) el nombramiento de los jueces de todos los niveles, mediante concurso público, con excepción de los jueces de paz.
Carlos Ramos Núñez (2019) nos refiere que, hasta 1969, la Corte Suprema de Justicia se integraba por dos salas compuestas de cinco vocales cada una, de las cuales se desdoblaban otras dos integradas por tres vocales, y entre estas cuatro salas se distribuía la carga procesal. Asimismo, el Tribunal contaba con cuatro fiscalías, dos civiles y dos penales (p. 412). Pero al instaurarse el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, por Decreto Ley N.º 18060 se declaró la reorganización del Poder Judicial, cesando en sus cargos a todos los vocales y fiscales de la Corte Suprema, pasando a integrarse por magistrados designados de facto por el nuevo gobierno (Decreto Ley N.º 18061), por un periodo de cinco años, con posibilidad de reelección sucesiva.
Así, la nueva Corte Suprema pasó a integrarse de 16 vocales y un fiscal con rango de Ministro de Estado. Se estableció el funcionamiento de tres Salas: Civil, Penal y de Asuntos Contencioso Administrativos, materia laboral y de derecho público. Se encargó al Tribunal Supremo el proceso de ratificación de los jueces de todas las instancias a nivel nacional, con excepción de los jueces de paz, sellando con ello un episodio que se volvió a repetir tanto en los gobiernos de Fernando Belaunde Terry y Alberto Fujimori Fujimori, como fue el cese intempestivo de los magistrados no alineados con el régimen de turno.
En efecto, restablecido el gobierno civil bajo el auspicio de la Constitución de 1979, Belaunde realizó, entre 1981 y 1982, una nueva purga de magistrados cesando a los vocales supremos presuntamente adeptos al gobierno militar y a más de doscientos magistrados en todo el país. Lo mismo ocurriría bajo el mandato de Alberto Fujimori, quien al instaurar en 1992 el llamado Gobierno de Emergencia y Reconstrucción Nacional, procedió a emitir una serie de Decretos Leyes, dando por concluida la carrera judicial de decenas de magistrados.
Pero, siendo justos con la historia, esta práctica de “moldear” la Corte Suprema a los designios del gobernante de turno, viene prácticamente desde los inicios de la república. Al respecto, me permito citar la retrospectiva elaborada por el abogado y profesor sanmarquino Mario Amoretti Pachas (2006), quien, con perspectiva crítica, al analizar las tentativas de reforma del Poder Judicial, sostiene que en nuestro país jamás hubo una reforma judicial, sino solo cese, destitución, cambio de personas o no ratificación de jueces y fiscales, señalando entre otros momentos clave, los siguientes:
El 2 de mayo de 1836, el Ejecutivo disolvió la Corte Suprema y creó un Tribunal Provisorio Supremo de Justicia en el norte peruano.
En el gobierno provisorio de Agustín Gamarra se promulgaron leyes en 1839 que lo autorizaron a nombrar, suspender, trasladar y remover al personal de la magistratura.
Por Decreto del 31 de marzo de 1855, se destituyeron a cuatro Vocales Supremos y, posteriormente, se expidió un nuevo decreto para la reconformación de la Corte Suprema.
El 20 de febrero de 1866, Mariano Ignacio Prado suprimió cortes y juzgados, exigiendo a los magistrados prestar juramento, provocando la vacancia de sus cargos a quienes no cumplieron con prestarlo.
En 1930, la Junta Militar de Gobierno presidida por Luis Sánchez Cerro declaró incapacitados a los Vocales y Fiscales de la Corte Suprema.
Como ya se señaló, en 1969 el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, presidido por Juan Velasco Alvarado, destituyó a los Vocales y Fiscales de la Corte Suprema.
En la segunda fase del Gobierno Revolucionario, Francisco Morales Bermúdez dispuso el cese de los Vocales Supremos mayores de 62 años y Vocales Superiores mayores de 60 años, cesando 150 magistrados.
En el segundo gobierno de Fernando Belaunde, el Congreso de la República se encargó de ratificar a los Vocales Supremos y estos, a su vez, a ratificar a los Vocales Superiores y Jueces de toda la república.
Finalmente, en 1992, Alberto Fujimori Fujimori declara la reorganización del Poder Judicial y emite diversos decretos leyes cesando a 134 magistrados de diversos niveles. (pp. 102-104)
Lo cierto es que ni la restauración del gobierno democrático en el año 2001 salvó a la Corte Suprema de Justicia del cese abrupto de sus magistrados, esta vez de la mano de un ente autónomo como lo fue en su momento el Consejo Nacional de la Magistratura, el que, sin expresión de causa, mediante Resolución N.º 046-2001-CNM del 25 de mayo de 2001, dejó sin efecto los nombramientos y procedió a la cancelación de los títulos de nueve vocales de la Corte Suprema, muchos de los cuales recurrirían a la justicia supranacional y obtendrían acuerdos favorables a su causa, aunque no lograrían su reincorporación, debido a haber transcurrido el límite de edad para el ejercicio de la magistratura.
Actualmente, el devenir de la Corte Suprema transcurre en una paz relativa que no ha vuelto a remecer sus cimientos, como se hizo hasta hace más de veinte años. Cierto es que debió superar retos diversos, como es la reducción de la edad para el cese o jubilación de los jueces (de 75 a 70 años), los difíciles y a veces cuestionados procesos de ratificación de sus magistrados, el afianzamiento de su labor de integración con la sociedad a través de la justicia de paz, y el especial tratamiento de temas sensibles como son la protección a la población en situación de vulnerabilidad, justicia de género y justicia ambiental, entre otros. Pero son cambios que, de forma pausada y progresiva, permiten su adecuación a las nuevas realidades que surgen en una sociedad que cambia día a día.
Quizás el tema más difícil que afronta la Corte Suprema de Justicia, en la actualidad, es el de la sobrecarga procesal, sobre todo en materia laboral y previsional, que ha conllevado a la creación de cuatro Salas Supremas Transitorias en adición a la Sala de Derecho Constitucional y Social Permanente, llamada por ley a conocer temas de derecho privado y público. A estas cinco salas supremas se suman otras cuatro (dos civiles y dos penales) que sobredimensionan el Tribunal Supremo, sin olvidar a la Sala Penal Especial, a quien compete el juzgamiento de los altos funcionarios públicos cuando se les imputa la comisión de delitos en el ejercicio de sus funciones. La solución de esta problemática no se avizora a corto plazo, ya sea por falta de compromiso político del legislativo, por falta de apoyo económico del ejecutivo o por falta de propuestas concretas –y viables– del Poder Judicial para afrontar directamente este mal que nos impide brindar un servicio más célere y eficaz a la ciudadanía.
Los retos que afronta la Corte Suprema de Justicia, al conmemorar los 200 años de su creación institucional, son los mismos asumidos en 1824: proteger la independencia de su fuero y consolidar el principio de separación de poderes. Es difícil imaginarnos hoy que una corte que inició con cuatro vocales y un fiscal (la mayoría, oidores de las Audiencias virreinales) haya devenido en una entidad tan compleja como lo es un Poder del Estado, cuyas labores van más allá de aplicar justicia en el caso concreto, pues su finalidad es lograr la paz social y, como tal, ha sobrevivido y sobrevivirá revueltas, alzamientos, golpes de estado, acciones terroristas, así como la perenne batalla contra el mal que corroe los cimientos de la gobernabilidad a nivel mundial, como es la corrupción de algunos de sus funcionarios que ensombrece el trabajo de jueces probos y los grandes esfuerzos que realizan a diario para brindar un mejor servicio a la sociedad y consolidar el Estado Constitucional.
3. Conclusiones
El establecimiento de la Corte Suprema en los albores de la República estuvo rodeada de un cuadro de precariedad que no garantizó el correcto desempeño de los vocales y fiscales que lo conformaron, pues no se garantizó la autonomía ni exclusividad en el ejercicio de la función jurisdiccional y aún dependía del Poder Ejecutivo y del Legislativo en materia de interpretación de la ley.
Las Constituciones Políticas promulgadas entre 1826 y 1993 reflejan los sucesivos intentos de avances en cuanto a correcta separación de poderes, y más estrictamente de independencia judicial, que no se aísla de la pertinente colaboración que debe existir entre los poderes, sin superposición de funciones ni menoscabo de competencias.
La Corte Suprema de Justicia ha afrontado a lo largo de la era republicana una serie de injerencias que, a modo de reformas, han menoscabado la independencia de la función jurisdiccional, al disponer el cese inmotivado de diversos magistrados supremos, en atención a la coyuntura política del momento.
Actualmente, el Tribunal Supremo afronta dos retos: la disminución de la sobrecarga procesal y la lucha frontal contra el flagelo de la corrupción, para lo cual precisa impulsar propuestas de reformas viables que puedan volcarse en leyes que le permitan gestionar con acierto estas dificultades.
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