La Suprema Corte de Justicia de 1824

The Supreme Court of Justice of 1824

 

Ramiro Antonio Bustamante Zegarra

Juez Titular de la Corte Suprema de Justicia y miembro del Consejo Ejecutivo del Poder Judicial

(Lima, Perú)

https://orcid.org/0000-0003-0604-5093

 

Humberto Luis Cuno Cruz

Director del Centro de Investigaciones Judiciales de la Corte Suprema de Justicia

(Lima, Perú)

https://orcid.org/0000-0003-1406-8789

 

Resumen

Al término de la campaña militar que puso fin a la dominación española, Simón Bolívar dictó el decreto dictatorial por el cual declaró establecida la Suprema Corte de Justicia en la capital del Perú. Advertido de que no podría consolidar el nuevo diseño institucional del país si no daba el impulso definitivo a una nueva organización de la justicia, decidió prescindir de todo lo relacionado con el ejercicio de la función jurisdiccional y dar cumplimiento a lo dispuesto en el artículo 98 de la Constitución de 1823. Presentamos aquí una visión retrospectiva de la creación de la Corte Suprema de Justicia, acompañándola de una semblanza de los magistrados que la integraron por primera vez, a fin de bosquejar el panorama histórico de la justicia en la naciente república peruana.

Palabras clave: independencia, Constitución, Corte Suprema, jueces, justicia.

 

Abstract

At the end of the military campaign that put an end to the Spanish domination, Simon Bolivar issued the dictatorial decree declaring the establishment of the Supreme Court of Justice in the capital of Peru. Warned that he would not be able to consolidate the new institutional design of the country if he did not give definitive life to a new organization of justice, he decided to dispense with everything related to the exercise of the jurisdictional function and to comply with the provisions of Article 98 of the Constitution of 1823. The purpose of this article is to offer a retrospective view of the creation of the Supreme Court, as well as a brief portrait of the judges who undertook the duty of integrating it, and to give a historical overview of the panorama of Peruvian justice in the nascent republic.

Key words: independence, Constitution, Supreme Court, judges, justice.

1.      La justicia en el periodo preconstitucional peruano

Los principios y fundamentos para la nueva organización de la justicia en el Perú se pueden encontrar ya en la Constitución de Cádiz de 1812 que, a decir de Ugarte (1978), forma parte de «la historia del constitucionalismo peruano» (p. 30). Y aunque el constitucionalismo gaditano no tuvo el impacto esperado, la doctrina coincide en que la influencia reformadora del pensamiento liberal fue innegable en el proceso de emancipación política de los países de Hispanoamérica. En efecto, los criollos peruanos, por ejemplo, aceptaron con entusiasmo el advenimiento del nuevo modelo liberal español y vieron en el mensaje democratizador el anuncio de la posibilidad de mayor acceso, vía electoral, a los cargos públicos. Sin embargo, el hecho de que este, finalmente, solo fue un privilegio que no alcanzaba a la mayoría de la población (Peralta, 2008, p. 69), explicaría el paso de una actitud favorable a un liberalismo enfocado solo en reformas, pero fiel a la corona española, hacia un liberalismo más radical o independentista.

Al influjo de las ideas liberales de ese periodo, el primer documento normativo expedido en nuestro suelo por José de San Martín fue el Reglamento de Huaura (dado del 12 de febrero de 1821), localidad en la que se juró por primera vez nuestra independencia. Este reglamento estableció la demarcación y administración del territorio ocupado por la expedición libertadora, bajo la denominación de «Departamentos Libres del Estado del Perú», al mando, precisamente, del «Protector» de la naciente república, acompañado de sus ministros de Guerra (Bernardo Monteagudo), de Relaciones Exteriores (Juan García del Río) y Hacienda (Hipólito Unanue). De esta forma «se empezaba[n] a bosquejar las incipientes instituciones del nouveau regimen que se enmarcaban dentro de la tendencia del gobierno ministerial propio del liberalismo europeo y que recibió la denominación de "Poder Directivo del Estado"» (Altuve-Febres, 2005, p. 436).

Los republicanos fueron el componente social decisivo en ese periodo. Con el respaldo de ellos, José de San Martín convocó, por decreto de diciembre de 1821, al Congreso General Constituyente que, reunido en la Universidad de San Marcos, daría el texto constitucional llamado a delinear nuestra institucionalidad democrática. Tras el éxito de las campañas libertadoras, representantes de ese ideario social ocuparían «posiciones importantes en los mandos administrativos, legales, judiciales, militares y económicos de la incipiente estructura social de la nación» (Rengifo, 2022, p. 54).

El citado Reglamento de Huaura también había dispuesto la creación de «un órgano judicial de las fuerzas independientes, en paralelo a la audiencia limeña, denominado Cámara de Apelaciones, con sede en la ciudad de Trujillo, el cual —como refiere Gálvez (2008)— «tomaría a su cargo las causas que anteriormente eran de conocimiento de las audiencias» (p. 187-188)[1]. El objetivo era generar un rompimiento con el sistema de justicia virreinal, aunque tal propósito solo se consolidaría décadas más adelante, debido a la pervivencia de las instituciones jurídicas del derecho indiano durante los primeros años de la república. Posteriormente, José de San Martín, mediante Decreto Protectoral del 4 de agosto de 1821, daría por abolida la Cámara de Apelaciones de Trujillo, para dar paso a la Alta Cámara de Justicia con sede en la ciudad de Lima, «tribunal que contaba con las mismas atribuciones que la extinguida audiencia limeña, en lo referente a la administración de justicia, gozando de jurisdicción en las zonas independientes» (Gálvez, 2008, p. 189). De hecho, el decreto que estableció este órgano de justicia, prescribía que, en tanto se emita el reglamento para la administración de justicia, «observará […] las leyes que regían a las Audiencias, en cuanto no contradigan los principios de libertad e independencia proclamados en el Perú» (artículo 4).

Dado el carácter provisional del Reglamento de Huaura, la Alta Cámara de Justicia tendrá una breve existencia, pues, en cumplimiento de lo dispuesto por la primera Constitución y tras la instalación del gobierno de Simón Bolívar en la ciudad de Lima, se expidió el Decreto Dictatorial del 22 de diciembre de 1824, por el que se refundía la Alta-cámara en la Corte Superior de Justicia del departamento de Lima, establecida por ese mismo decreto. Así, la Alta Cámara de Justicia, creada por José de San Martín en la ciudad capital como el más Alto Tribunal de justicia, pasó, en realidad, a formar parte de los antecedentes históricos de la Corte Superior de Lima, a diferencia de la Corte Suprema de Justicia de la República, que tuvo como partida de nacimiento el artículo 98 de la Constitución sancionada el 12 de noviembre de 1823.

2.      La Constitución de 1823 y el incipiente constitucionalismo peruano

Previo al debate constitucional de 1823, la Suprema Junta Gubernativa del Perú, comisionada por el Soberano Congreso Constituyente, ya había decretado en las Bases de la Constitución de 1822 que el principio básico para el establecimiento y conservación de las libertades era la división de los tres poderes, que debían ser independientes unos de otros, «en cuanto sea dable» (artículo 10) y, en consecuencia, con ello, que «el Poder Judiciario es independiente» (artículo 17). No se trataba de una Constitución, como bien apunta García (1997), sino de «los principios sobre los cuales se aprobaría la futura constitución» (p. 235).

Aquella fue una etapa de nuestra vida republicana caracterizada por la desorientación y sucesivas crisis políticas, en la que se debatió «sobre el Estado, la forma de gobierno y las filosofías políticas entonces en auge (liberalismo frente a conservadores autoritarios)» (García, 1997, p. 237). Al hacer un balance de aquella época y del rol que jugaron los liberales en la génesis del Perú republicano, no debe extrañar que la experiencia haya arrojado un saldo desfavorable:

La primera generación liberal había fracasado en su propósito de lograr progreso cívico y paz. Ni la carta de 1823, liberal hasta la utopía; ni la de 1828, equilibrada y de corte estadounidense; ni menos aún la de 1834, contemporánea a una época de anarquía, obtuvieron vigencia real. También los autoritarios, partidarios de un gobierno fuerte y civilizado, fracasaron en la primera edad republicana, puesto que la carta vitalicia de Bolívar apenas si rigió dos meses y los gobiernos de Gamarra y Vivanco solo lograron despertar disturbios por sus métodos violentos. Es a partir de 1845, cuando coinciden factores favorables como la recia personalidad de Castilla, el auge económico derivado de la explotación del guano y el cansancio del país por el desorden de los gobiernos efímeros sucesivos, que el Estado peruano comienza a adquirir cierta estabilidad y ordenamiento. (Ferrero, 1958, citado en Rengifo, 2022, p. 55)

El caso peruano no fue excepcional, sino el común denominador de las naciones recientemente independizadas del imperio español. Desde una perspectiva crítica, y siguiendo el pensamiento de Alberdi, Centurión (2020) señala que en esta primera etapa las constituciones de América del Sur «habían sido la expresión de la necesidad de acabar con el dominio hispánico: la democracia y la independencia eran todo el propósito constitucional» (p. 124); y que ya en un segundo periodo se evidencia la gestación de un derecho constitucional republicano, pero no sin dejar de advertir respecto al irreflexivo afán de imponer modelos constitucionales para los países de la América del Sur:

A fuerza de vivir por tantos años en el terreno de la copia y del plagio de las teorías constitucionales de la Revolución francesa y de las constituciones de Norte-América, nos hemos familiarizado de tal modo con la utopía, que la hemos llegado a creer un hecho normal y práctico. Paradojal y utopista es el propósito de realizar las concepciones audaces de Siéyes y las doctrinas puritanas de Massachussets, con nuestros peones y gauchos que apenas aventajan a los indígenas (Alberdi, 1886, citado en Centurión, 2020, p. 125).

A pesar de estos cuestionamientos, no puede negarse que las cartas políticas sancionadas en ese contexto histórico, como la Constitución peruana de 1823, fueron el resultado de la evolución del constitucionalismo en el continente, y la creación de la Suprema Corte o Corte Suprema en cada uno de los países independizados, una consecuencia inevitable de la adopción de los principios y los modelos constitucionales más vanguardistas de su época y del devenir inexorable de los acontecimientos.

Como apunta Jamanca (2007), los pensadores nacionales iniciaron los debates constitucionales reproduciendo, en cierta forma, las ideas planteadas en las Cortes de Cádiz, «en las constituciones revolucionarias francesas de 1791 y 1793, en la Convención de Filadelfia de 1787 y, en menor grado, recoge los aportes del constitucionalismo inglés» (p. 276). Como fuese, «esta influencia fue trascendental» (Pazo, 2021, p. 209).

Las ideas de Constitución, de división y balance de poderes; la noción de soberanía nacional, de forma republicana de gobierno; el concepto de democracia y de democracia constitucional, son todos fruto de las ideas ilustradas de la época; y los hombres y mujeres que las enarbolaron en nuestro país, incluso a riesgo de su propia seguridad, son dignos de ser recordados, en este caso, como precursores de una nueva justicia, que hoy mismo sigue imponiendo grandes retos a sus operadores jurisdiccionales.

3.      Creación, instalación y conformación de la Suprema Corte de Justicia de 1824

El Perú de 1824 era el de un territorio «desgarrado por la anarquía y los estragos de la guerra emancipadora» (Alva, 2004, p. 44), pero con la derrota definitiva de las huestes fieles a la Corona española el 9 de diciembre de 1824 y la capitulación del virrey, quedó libre el camino para que Simón Bolívar se instale en la ciudad capital de Lima como un gobierno constitucional.

Es así que solo 10 días después de la victoria de Ayacucho, el 19 de diciembre de 1824, Bolívar, presidente de la República de Colombia y encargado del Poder dictatorial en el Perú, emite el decreto dictatorial que declara establecida la Suprema Corte de Justicia en la ciudad capital del Perú, cuya creación estaba prevista en el artículo 98 de la Constitución de 1823 (artículo 1).

El decreto, que fue el tercero en la república, dado su carácter provisional, estableció que la Suprema Corte estuviera integrada por «un presidente, cuatro vocales y un fiscal» (artículo 2). La histórica norma fue publicada el domingo 16 de enero de 1825 en la Gaceta del Gobierno, publicación oficial que recopilaba todas las leyes dadas por el gobierno bolivariano.

Como es evidente, la denominación de «Corte Suprema»[2], generalmente utilizada hoy para designar a los más altos tribunales de justicia de los poderes judiciales en los países americanos de habla hispana, no deja de responder «en mucho —como precisa Ciuro Caldani (1992)— al desarrollo de la Corte Suprema de los Estados Unidos de América, establecida en 1787, pero desarrollada, [como se sabe,] en muy significativos aspectos, gracias a la obra de jueces ilustres como John Marshall» (p. 14).

Ese carácter supremo de la Corte, añade Ciuro (1992), «significa una posición de “límite” de la estructura gubernamental, que permite apreciar mejor el mundo jurídico más allá del gobierno mismo». Esto es típico de los países que se inscriben en el sistema jurídico continental y estructurados en un Estado unitario, donde «la Corte Suprema actúa como corte de casación o tribunal de casación» (Pinochet, 2016, p. 391); a diferencia de los países organizados en un Estado federal y adscritos al sistema jurídico anglosajón, como es el caso de Estados Unidos de América, en el que la Suprema Corte «ejerce las funciones de un tribunal de última instancia o grado, ejerciendo el control máximo de constitucionalidad de las leyes, interpretando la Constitución y otras normas de rango infralegal, velando además por la uniformidad de la jurisprudencia» (Pinochet, 2016, p. 391).

Así, adscribiéndose también al sistema jurídico continental, la Suprema Corte de Justicia de 1824 fue creada como el más alto órgano jurisdiccional en la administración de justicia del Perú independiente —acorde con las funciones prescritas en el artículo 100 de la Constitución de 1823—. En ese horizonte, y por solemne acto, se instala la Suprema Corte el 8 de febrero de 1825 en el Palacio Dictatorial. La ceremonia estuvo presidida por el entonces ministro de Estado en los Departamentos de Gobierno y Relaciones Exteriores, doctor José Sánchez Carrión, y se celebró con la concurrencia de una singular asistencia. En los Anales Judiciales de la Corte Suprema de Justicia, Año Judicial de 1923, tomo XIX, se lee el acta de instalación de la Suprema Corte de Justicia:

En la heroica y esforzada Ciudad de los Libres, capital de la República Peruana, a 8 de febrero de 1825, 6º y 4º, se reunieron en el Palacio Dictatorial en la Sala preparada para las sesiones de la establecida Suprema Corte de Justicia, todas las autoridades y tribunales de que consta el Poder Judiciario en el departamento de Lima, y algunas otras clases del Estado, previo el correspondiente emplazamiento que al efecto les fué hecho por el Ministro de Gobierno, habiendo al mismo tiempo concurrido un inmenso pueblo ávido de presenciar el interesante espectáculo que la notoriedad y la voz pública tenían anunciado por todas partes. El concurso se ordenó en esta forma. Sobre los estrados situados a la derecha de la sala se colocaron las sillas de los señores vocales de la Corte Superior de Justicia de este departamento y en el lado opuesto se pusieron las bancas de los Individuos de la Iltma. Municipalidad. En seguida se sentaron los Jueces de Derecho, la Cámara de Comercio, el Protomedicato, los Prelados religiosos y otras varias corporaciones. En el fondo de la sala se levantaba sobre una larga gradería, un anchuroso estrado que debajo de dosel recibía las sillas preparadas para los S. S. Presidente y Vocales del nuevo Tribunal, realzándose todo el precio del ornato con el retrato de S. E. el Dictador del Perú, que se hallaba colgado en el medio del dosel. (p. 295-296)

La instalación del primer cuerpo judicial de la naciente República fue un suceso que generó una gran expectación pública en la ciudad de Lima, ya que fue organizada con «fastuoso aparato», como se lee en la misma acta:

se presentó en la Sala el señor doctor don José Sánchez Carrión, Ministro de Estado en el Departamento de Gobierno y Relaciones Exteriores, y ocupando la primera silla debajo del dosel, procedió a informar al público del plausible objeto de aquella concurrencia, leyendo en alta voz el decreto dictatorial de 22 del pasado diciembre[3] por el que se ha dignado S. E. declarar establecida la Suprema Corte de Justicia, prevenida en el artículo 98 de la Constitución, y manifestando en seguida las personas en quienes por disposición suprema habían recaído los nombramientos de Presidente y Vocales, que lo fueron: el señor doctor don Manuel Lorenzo Vidaurre y Encalada Presidente, y vocales el señor doctor don Francisco Valdivieso, el señor doctor don José Cavero y Salazar, el señor doctor don Fernando López Aldana, y el señor doctor don Tomás Ignacio Palomeque. (p. 295-296)

En su discurso, José Faustino Sánchez Carrión elogió la decisión del Libertador Simón Bolívar de dignificar la magistratura peruana y su deseo de que triunfe la justicia, en tanto que, en relación a los primeros jueces supremos, expresó su confianza en «unos miembros que, versados en las sublimes tareas de una continuada judicatura, conocen su deber» (Ribeyro, 1878 p. 9).

En efecto, a decir de Freundt (1927), los supremos jueces convocados «no debieron […] su encumbramiento de manera única a la situación política producida; valores evidentes por su capacidad y virtudes ya habían sobresalido entre sus conciudadanos desde las postrimerías del gobierno colonial en el desempeño de elevados cargos» (p. 397). Ese mismo día, Simón Bolívar designó como vocal al ministro José Faustino Sánchez Carrión, quien no llegó a asumir el cargo debido a una penosa enfermedad y su posterior deceso. Posteriormente sería designado como fiscal el doctor José María Galdiano y Mendoza.

Dado el carácter internacional de la revolución emancipadora, no extraña en la primera conformación de la Suprema Corte de Justicia la presencia de un neogranadino, el Dr. López Aldana, y la de un peninsular, el Dr. Tomás Palomeque; conformación multinacional que —como apunta Núñez (2019)— no debe sorprender, pues ello «iba a tono con el precario desarrollo de las nacionalidades, pero también guardaba consonancia con el espíritu continental de las nuevas repúblicas» (p. 79).

Trazar los primeros pasos de la instalada Suprema Corte es tarea compleja, pues sus iniciales actuaciones estuvieron marcadas por las secuelas de las guerras emancipadoras. Así, se debió avocar a establecer las responsabilidades de quienes no habían acompañado el proceso de independencia o habían actuado en su contra. Vidaurre, su presidente, pronto debió enfrentar una «fuerte presión política, pues el 18 de febrero de 1825 efectuaba[4] una consulta[5] al Ministerio de Gobierno (Sánchez Carrión) sobre la normativa constitucional a seguir antes de iniciar un proceso criminal contra cuatro ex altos funcionarios acusados de traición» (Morales y Morales, 2016, p. 147), pues, como señalara más adelante, era deseo del Tribunal iniciar sus tareas con un proceso que sea muestra de la exactitud e imparcialidad de la corte.

Esta respuesta fue transcrita y remitida por orden del libertador Simón Bolívar a la sede del Parlamento con fecha 18 de febrero de 1825, y fue leída en sesión secreta del Congreso el 21 de febrero de 1825. El presidente de la Suprema Corte decía lo siguiente:

—Siendo la principal de las garantías en una República, manifestar que ninguna persona es inviolable, y siéndolo al mismo tiempo que la criminalidad de los funcionarios, no sea decidida por una voz general, sino por un juicio seguido conforme á las leyes; esta Corte contempla preciso que se formalice éste contra los ex-Presidentes don José de la Riva-Agüero y don Bernardo Tagle, contra el ex-Ministro don Juan de Berindoaga, y don Diego Aliaga, Vice-Presidente.

Pero hallándose en la Constitución que para formalizar estos juicios es preciso el antecedente concepto del Senado: no habiéndose aún instalado; y por otra parte no siendo conveniente ni político detener el curso de estas importantes causas: el Tribunal contempla que las altas facultades concedidas á S. E. el Libertador Jefe Supremo por el Congreso Nacional, son suficientes para alzar este pequeño obstáculo, y con su órden puede comenzar el juicio.

En este caso es indispensable que se recojan y remitan todas las piezas y documentos que obran contra dichos individuos, y que deben servir en parte de la sumaria.

El Tribunal desea dar principio á sus tareas con un proceso que sea la prueba de su exactitud é imparcialidad en las sentencias, y espera que U. S. haga presente al Jefe Supremo la pureza de sus intenciones, y el celo que lo anima con respecto á este grave y extraordinario asunto.- (Obín y Aranda, 1895, p. 329)

El 25 de febrero de 1825, el Ministro de Estado en el Departamento de Gobierno y Relaciones Exteriores envió a la Corte Suprema una nota con la transcripción de los acuerdos de la representación nacional, que conoció del acta de la Corte Suprema de Justicia, enviada al Libertador, sobre la declaración de si había o no lugar a formación de causa contra los imputados, expresidente don José de la Riva Agüero y José Bernardo Torre Tagle, exvicepresidente don Diego de Aliaga, y el exministro don Juan de Berindoaga. Esos acuerdos habilitaban el inicio de las referidas causas y, en tal sentido, disponían que el Gobierno debe poner a disposición de la Corte Suprema todos los documentos necesarios relativos a los imputados para que pudiera formarse concepto sobre la culpabilidad de cada uno de ellos (Eguiguren, 1953, p. 86).

Los historiadores han dado cumplido recuento sobre estos procesos instaurados contra tan altos exfuncionarios, entre los que, como hemos visto, se contaban dos expresidentes de la república. Pero en el caso del exministro Juan de Berindoaga, general de brigada del ejército del Perú y ministro de guerra, se suscitaron fuertes críticas —justificadas o no— en el sentido de que la aplicación de la pena de muerte en este caso fue injusta; según algunos, por el particular encono que Simón Bolívar le guardaba, y por la excesiva severidad con que, aparentemente, la Suprema Corte habría actuado. La instrucción y acusación en este proceso ilustran los esfuerzos del juez para cumplir con su obligación de llegar a la verdad. En opinión de Eguiguren (1953):

El proceso contra Berindoaga fue una dramática lucha entre el juez que, aparte de cumplir su austero[6] deber, se hallaba poseído de elevados sentimientos de patriotismo, y el procesado, hombre inteligente, que había prestado servicios a la causa independiente; pero que en ese instante de su vida se hallaba acusado de un grave delito, que aparecía tanto más serio cuanto recientes eran los oprobios que habían sufrido los patriotas por acción de los españoles. Juez y procesado aguzan el ingenio; el uno para demostrar la existencia del hecho imputado y el otro para destruirla. (p. 156)

Preso en la cárcel de la extinguida Inquisición, Juan de Berindoaga compareció ante el Dr. Ignacio Ortiz de Zevallos, fiscal de la Suprema Corte y presidente de la Sala de Primera Instancia que conoció de oficio la causa, a efecto de que sea tomada su confesión[7]. Esta diligencia duró varios días y aquí presentamos solo un breve extracto del interrogatorio fiscal realizado el día el 11 de noviembre de 1825, en el que se aprecia un debate sobre el mérito probatorio de las deposiciones de los testigos:

Reconvenido, como niega la verdad, cuando por el testimonio uniforme de los testigos que se han examinado de oficio, aparece comprobado por notoriedad, que efectivamente el confesante intervino en la traición concertada con los españoles, y cuyo objeto fué el que llevó a Jauja, so color de desempeñar la comisión del Gobierno, exprese la realidad de los hechos con inteligencia de dichas declaraciones que se le han leído, dijo: Que no es extraño que en el público se crea aparentemente que el confesante estaba complicado en la horrible traición de la llamada de los españoles a Lima, y destrucción de las fuerzas republicanas, cuando ejercía los Ministerios de Gobierno y Guerra; pero que esta misma razón, bien examinada comprueba la inocencia del confesante, por haberse tenido cuidado en ocultarle toda idea pérfida. Que todos los declarantes hablan por notoriedad, es decir por las voces o concepto general que inspiraba al público la ida del confesante a Jauja, creyendo ser enviado por el ex-presidente Tagle; pero que ninguno fija ni puede fijar hecho alguno positivo que convenza del objeto pérfido de la misión. Que por el contrario mil y mil comprobantes, tanto políticos, como militares convencen hasta el extremo que Berindoaga jamás pudo asentir a que los españoles viniesen a Lima, ni tampoco a que destruyesen las fuerzas republicanas. (De Mendiburu, 1932, pp. 14-15)

En otro momento del proceso, Berindoaga, frente a similar reconvención del juez, expone de manera más clara este mismo e interesante argumento, pues contesta señalando que «exist[e] gran diferencia en la notoriedad emanada de los hechos físicos e indubitables a la de sucesos políticos oscuros por su naturaleza y regularmente contrarios al modo común con que son concebidos» (Eguiguren, 1953, p. 97), buscando de esta manera subrayar que en este tipo de casos no es necesariamente el hecho visible que, a los ojos del ciudadano común, por ejemplo, puede presentarse incluso como objetivo e indubitable, el que nos conducirá a la verdad; sino la finalidad, la intencionalidad o los motivos que condujeron a actuar de tal o cual manera, que en el caso de la insidia política suele estar más bien oculta, precisamente detrás de lo que se presenta como evidente.

Tampoco en sus actuaciones iniciales como corte de casación y de instancia, dejó de verse perturbada por factores políticos la labor de la naciente Suprema Corte, pues, como refiere Freundt (1927), su organización misma se vería alterada por la «vida azarosa de la política, sobre todo en el primer medio siglo de nuestra libertad […] fruto natural de las constantes luchas intestinas que convulsionaban la República» (p. 388). En este escenario no fueron extraños los atentados contra la independencia de la magistratura y de la administración de justicia; circunstancias que determinaran a la Corte Suprema a hacer valer, mesuradamente, su derecho como máxima instancia de un poder independiente, con un incremento paulatino de su prestigio gracias a que «siempre ha contado en su seno a buen número de los hombres más eminentes de la nacionalidad» (Freundt, 1927, p. 408).

La Suprema Corte se erigía, de este modo, como la piedra angular del Poder Judicial, en el complejo escenario de la organización de un nuevo sistema de justicia en el Perú republicano, que, ciertamente, vista la inestabilidad política y la crisis social y económica que aquejaban al país, se presentaba como una tarea que sobrepasaba las posibilidades del nuevo Estado peruano. El establecimiento de Cortes Superiores y el nombramiento de jueces tornó este propósito en un objetivo prácticamente inalcanzable, al menos a corto y mediano plazo. Como sostiene Whipple (2013):

en pocos meses, el naciente Estado peruano se autoimpuso una tarea que le era material y humanamente imposible de asumir. Las arcas fiscales no contaban con los recursos necesarios para financiar la puesta en práctica del nuevo sistema judicial, como tampoco existían en el país suficientes abogados para cubrir todas las plazas que el sistema exigía para su funcionamiento en el ámbito nacional. (p. 61).

A fin de que se adopten medidas que permitan superar todas estas limitaciones, Vidaurre llamaba la atención sobre la importancia de una judicatura sólida para aspirar a un Estado fuerte, destacando que «todos los teóricos modernos afirma[ban] con razón, que un estado no será bien constituido, si los magistrados no son inamovibles é independientes» (p. 4); e invocaba, por el buen nombre del tribunal, por el decoro de la magistratura y por la dignidad nacional, que «el Presidente, se digne expedir las providencias mas serias y activas para el remedio de unos males, que no solo aflijen á los interesados, sino que subsistiendo será á costa del descredito y desdoro de la república» (p. 12).

Pero aún en este entorno de continua crispación política, la Suprema Corte no descuidó la atención de otros asuntos más cotidianos. Algunos documentos históricos custodiados actualmente en la Corte Suprema dan testimonio de ello. Tal es el acuerdo general adoptado en la causa de doña Manuela Vicuña contra el Estado, expediente 1828-023, sobre adjudicación de una mina, que llegó a conocimiento del Alto Tribunal vía súplica de derecho, tipo de causas que, por mandato constitucional estaban reservadas, exclusivamente, a la jurisdicción de la Corte Suprema de Justicia en tercera instancia[8]. Por tanto, el Tribunal, en Sala Plena, declaró que «a él solo le pertenece la facultad de admitirlas o denegarlas». De acuerdo a ello, debían reputarse como derogados por la isma Constitución de 1828 los artículos 37, 38. y 39 del Reglamento de Tribunales de 1822, que autorizaban a las Cortes Superiores la admisión o repulsa de las citadas súplicas de derecho[9].

En consecuencia, se remitió copia de lo acordado a la Corte Superior del Departamento de Lima para que actúe conforme a las razones expuestas. El acuerdo general, tomado en la Heroica y esforzada ciudad de los libres, fue suscrito por los vocales supremos José Cavero (presidente), Fernando López Aldana, Felipe Santiago Estenós, Manuel Villarán, José de Larrea y Loredo, e Ignacio Ortiz de Zevallos (fiscal).

Como muestra de la trascendencia de la Suprema Corte en la vida jurídica nacional, en la consulta elevada por la Corte Superior de Justicia de Trujillo, sobre la inteligencia del artículo 119 de la Constitución, que permitía solo en segunda y tercera instancia la concurrencia de un conjuez en el juzgamiento de las causas de minería y hacienda, se pueden apreciar claramente las históricas rúbricas de los supremos que absolvieron dicha consulta en materia mercantil, vocales: López Aldana, Galdiano, Estenós, Villarán; asimismo, aparece del secretario Juan Rondón, y en el siguiente folio (9), la vista fiscal Ortiz de Zevallos, con su respectiva rúbrica.

4.      Los primeros jueces de la Suprema Corte de Justicia

Las semblanzas de los primeros magistrados, que bien deberían ser considerados próceres de la administración de justicia, fueron publicadas por el Dr. Juan Antonio Ribeyro, presidente de la Excelentísima Corte Suprema de Justicia de la República, en la histórica edición del tomo I de los Anales Judiciales del Perú, correspondiente al Año Judicial de 1877 a 1878. Allí se puede apreciar que la trayectoria de los primeros jueces supremos estuvo marcada por un amplio conocimiento de las instancias judiciales de la época y por su vocación republicana.

A modo de homenaje y con motivo de la cercanía del bicentenario del establecimiento de la Corte Suprema de Justicia, reproducimos en seguida, los aspectos más resaltantes en la vida de esos primeros jueces, básicamente a partir del texto de Ribeyro (1878):

 

Manuel Lorenzo Vidaurre y Encalada, nacido en 1773 en la ciudad de Lima, en el seno de una familia distinguida. Estudió tal vez la única carrera que le permitía ejercitarse en los certámenes académicos y en las controversias jurídicas, con las reservas que la política colonial imponía a los pensamientos libertarios. Admitido en las escuelas como profesor, fue abogado, orador, historiador y literato; disciplinas que lo encumbraron como uno de los miembros más distinguidos del foro. De temple excepcional, comprendió que el estudio del derecho era vital para el progreso de la civilización moderna, pero el derecho peninsular, con su sistema restrictivo y absurdo no era capaz de ofrecerle la amplitud de pensamiento que requería. Hizo de comentador de la legislación romana y española, remontándose a los orígenes de la jurisprudencia, y le eran familiares las obras que, a inicios del siglo XVI, nutrían las teorías que desde Alciato y Bodin, Leibniz y Domat, hasta Vico, Montesquieu, Hegel y Bentham se propagaban en el ámbito del derecho; lo cual le permitió dar a sus pensamientos jurídicos el tinte inconfundible de la originalidad que se reflejó en una prolija obra jurídica.

Oidor en la Audiencia del Cuzco, de Porto Príncipe y de la Coruña, Vidaurre ejerció la alta magistratura, poniendo de manifiesto su profundo conocimiento de la ciencia del derecho y de la jurisprudencia en complejas materias. La causa emancipadora le abrió nuevos horizontes intelectuales, pero ya en beneficio del país. Fue convocado al Perú por el general Simón Bolívar para que «con su amplia experiencia en la administración de justicia, colaborara en la organización del naciente Estado peruano. Específicamente, se encargaría de establecer el “Poder Judiciario”» (Morales y Morales, 2016, p. 144). También le dispensó su amistad y aquellas consideraciones, que solo son debidas a prohombres del carácter y del genio de Vidaurre. Merecedor de su confianza, fue no solo el consultor en asuntos arduos y delicados, sino que estimó su valía como jurisconsulto para convocarlo a la Corte Suprema de Justicia, la cual presidió hasta en tres ocasiones. También fue decano del del Ilustre Colegio de Abogados de Lima. Su obra jurídica es extensa, destacando los proyectos de Código Civil y de Código Penal.

José Cavero y Salazar, nacido en Lima de padres de alcurnia social, desarrolló un inocultable culto por las letras. Estudió en el Convictorio de Lima, ya en momentos en que se escuchaban las primeras voces de insurrección, y se cultivó en todo tipo de obras que ya anunciaban una trascendental transformación intelectual y filosófica. Abogado por la Universidad de Lima (San Marcos), se distinguió por su gran facilidad para la investigación de la evolución histórica de las instituciones jurídicas, adquiriendo gran nombradía en el foro. Incursionó con éxito en la carrera diplomática como representante del Perú en Chile ya en los días en que se luchaba por la independencia, dando muestras de su talento en materias conexas con el derecho internacional.

Fue el segundo presidente que tuvo la Suprema Corte de Justicia gracias a la libre elección de sus pares, en cumplimiento de lo que establecía la Constitución; cargo en el que manifestó integridad y vocación humanista, distinguidas cualidades que incrementaron su reputación y estima.

Fernando López Aldana, nacido en Bogotá en 1784, fue enviado a educarse a Europa, continente en el que conoció las ideas y sentimientos patrióticos. Al regresar, graduado como doctor en medicina en las Universidades de Paris y de Madrid, encontró una América agitada por los vientos independentistas. En Bogotá, como en Quito, López Aldana entendió que América era su patria sin distingo de nacionalidades o localidades, y puso su patriotismo al servicio de la independencia de Colombia y del Perú. En Bogotá concluyó sus estudios de derecho con la obtención del título de abogado. Se desempeñó como consultor de graves asuntos y defensor. Ejerció en Quito esta esforzada profesión y, al llegar a Lima, la providencia le encargó desempeñar un elevadísimo papel en favor de la independencia y los fueros de la América del Sur.

Puesto en contacto con los patriotas de la capital, López Aldana, al mismo tiempo que se avocaba a su profesión —que ejerció por veinte años con aceptación pública—, no descuidó el estudio de las ciencias morales, políticas y administrativas; lo que le granjeó merecida fama de estadista y de experto jurisconsulto. En 1812 fundó el periódico El Satélite del Peruano, que fomentó el patriotismo, promovió los derechos del hombre y la soberanía de las naciones para gobernarse por sí mismas; lo que le costó sufrir prisión, muchas privaciones y la inquina de las autoridades. A la llegada de San Martín, colaboró activamente con el éxito de la campaña libertadora. Integró la Alta Cámara de Justicia, y fue condecorado con la Orden del Sol y con la medalla del Ejército Libertador, siendo así el único ciudadano que, sin ser militar de carrera, mereció tal distinción. Designado como magistrado de la Suprema Corte de Justicia, prestó, con integridad, elevados servicios.

Leguía y Martínez (1972) nos recuerda un pasaje del decreto que sancionó su nombramiento como miembro de la Suprema Corte. La letra de este dice: «Peruanos: este recomendable ciudadano ha contribuido a vuestra libertad del modo más eficaz, y es acreedor al aprecio de todo buen patriota» (p. 599) y expresa en dos líneas un reconocimiento a toda su labor en favor de la consolidación de la independencia del Perú.  Pasó a la condición de cesante en 1831, pero continuó al servicio del país en la Beneficencia Pública de Lima.

Tomás Ignacio Palomeque, natural de España, se educó en Italia en la célebre Universidad de Pisa. Dedicado a los estudios de jurisprudencia, se recibió de abogado y fue nombrado oidor de la Audiencia de Buenos Aires. Trasladado al Tribunal de Chuquisaca, dio allí muestra de sus altas calidades y recto comportamiento. Su promoción a la Audiencia de Lima le abrió nuevas posibilidades para mostrar sus dotes de juzgador. Como uno de los jurisconsultos españoles que llegaron a estas tierras para desempeñar las funciones judiciales, destacó por sus grandes luces, carácter conciliador, y admirables virtudes morales y cívicas.

Arraigado en estas tierras como oidor de la Real Audiencia de Lima, el advenimiento del nuevo orden permitió su paso de la magistratura antigua a la magistratura nacional, pues aceptó el proceso de independencia como una necesidad para los pueblos que anhelan gobernarse por sí mismos. La llegada de las huestes libertadoras no le significó mella alguna, por el contrario, gozó de todo tipo de atenciones y reconocimientos a su trayectoria en la judicatura. Afrontó el proceso de independencia con prudencia, pero sin ignorar los anhelos de justicia de una América que carecía de autonomía.

José de San Martin y Simón Bolívar, a su turno, supieron aquilatar sus méritos como magistrado en perspectiva de la nueva organización judicial, donde le correspondería mostrar sus luces, experiencia, integridad y austeridad en la administración de justicia. No fue el único caso en el que el nuevo régimen acogía a ciudadanos españoles signados por sus propios méritos, y quiso el acaso que fuera uno de los jueces predestinados a fundar la Suprema Corte de Justicia del Perú republicano.

José María Galdiano, nació en Lima en 1780 en el seno de una distinguida familia. Ingresó al Convictorio de San Carlos para seguir latinidad y humanidades. Gracias a los estudios de filosofía y del derecho, fue recibido de abogado en la Audiencia de Lima en 1801 e incorporado en el Ilustre Colegio de Abogados de Lima, del que fue decano en varias ocasiones. Fue regidor del Ayuntamiento de Lima y estando en este cargo tuvo noticia del desembarco del general San Martín en las playas de nuestro territorio, y del posterior establecimiento de su cuartel general en Huaura. Corría el año de 1820.  Fue representante del Cabildo, junto con los comisionados del virrey y del general del Ejército libertador en la conferencia de Punchauca, en la que se buscó arribar a un acuerdo para concluir la contienda definitivamente y establecer gobiernos independientes; esperanzas que, al verse frustradas, condujeron los acontecimientos por los caminos de la guerra.

Fue diputado por Lima en el Congreso Constituyente reunido en 1822 bajo el sistema representativo. Luego sería nombrado en 1824 como ministro de Estado por Simón Bolívar, lo que le permitió mostrar sus dotes de estadista y en la administración de la cosa pública. José María Galdiano, como muchos de los hombres de su época, fue contemporáneo con los sucesos de la revolución francesa de 1793 y, con ella, de la declaración de los derechos del hombre, por lo que comprendía perfectamente la trascendencia de la implantación de un régimen representativo para nuestro país. Al igual, que los demás miembros elegidos para conformar la Suprema Corte de 1824, el magistrado Galdeano reunía las cualidades necesarias para ejercer la nueva judicatura. Posteriormente, fue designado ministro de Hacienda y de Gobierno en el Estado Norperuano.

Ignacio Ortiz de Zevallos, nacido en la ciudad Quito en 1777, fue un notable hombre público de grata recordación por su patriotismo e infatigable trabajo intelectual. Se sumó prontamente a la causa independentista y fue nombrado miembro de la Junta Gubernativa que se estableció en su patria, como ministro de Gracia y Justicia. Tras la reacción realista en Quito se constituye en Lima, donde entabló estrecha amistad con los hombres de letras y defensores de la causa emancipadora, así como con el gobierno, que supo apreciar su patriotismo, ingresando a la administración del naciente Estado en cargos de importancia. Su influencia en el primer Congreso, para el que fue elegido en 1822 como diputado por la provincia de Lima, quedó estampada con su firma en la Constitución de 1823.

Terminada la guerra en diciembre de 1824 es nombrado vocal de la Suprema Corte. Luego de seis años de servir con gran celo e integridad en la Fiscalía de la Corte Suprema de Justicia, fue despojado del cargo el 24 de agosto de 1831 (Ortiz de Zevallos, 1831, p. 3) por el Ejecutivo, so pretexto de renovación de las Cortes de Justicia. Posteriormente, el Gobierno le encargó delicadas misiones como ministro del Perú cerca del gabinete de la república de Bolivia, mostrando sus dotes de sagaz diplomático. Fue designado como ministro plenipotenciario en Londres. Formó parte de las comisiones encargadas de dar los reglamentos de los tribunales de presas, de imprenta y de comisos. Participó en la elaboración de un proyecto de Código Civil. Se le encargó la redacción del periódico oficial, publicación que versaba sobre cuestiones políticas y administrativas, materias literarias, jurídicas, históricas y filosóficas.

En reconocimiento a sus altos méritos fue condecorado con la Orden del Sol, creada por José de San Martín; con la medalla de Bolívar, con la Cruz de San Lázaro y San Mauricio de Italia, y la de la Rosa del Brasil.

Felipe Santiago Estenos, nace en Arequipa en 1797, de acuerdo al manuscrito que Roberto Mac-Lean y Estenós hace sobre la vida y obra de este magistrado de la Corte Suprema. Contemporáneo de las sublevaciones de Francisco de Zela, de los hermanos Pallardelli y de José Gómez, en Tacna, así como de los hermanos Angulo y, en particular, del levantamiento del cacique y brigadier Mateo Pumacahua en 1814, quien entró triunfalmente en la ciudad de Arequipa; fue, junto con otros adolescentes que no pudieron unirse al ejército de Pumacahua, activo propagandista de las ideas liberales. En Lima, culmina en 1821 sus estudios de abogacía en la Universidad Mayor de San Marcos, incorporándose al Ilustre Colegio de Abogados de Lima. Decidido a dirigir sus esfuerzos al servicio de la causa libertadora, se alista en el ejército patriota y es nombrado secretario del general en jefe de Juan Antonio Álvarez de Arenales.

Fue diputado por la Provincia de Arequipa en el Congreso Constituyente que se instaló el 20 de setiembre de 1822. Nombrado por el presidente Riva Agüero como asesor jurídico de la Presidencia del Departamento de Lima. Al arribo de Bolívar mostró su adhesión a la obra que iba a emprender en el Perú, de allí que el 22 de enero de 1825 Bolívar lo nombrara asesor del Tribunal del Consulado, y el l de abril del mismo año lo designó como su asesor en la campaña del Alto Perú, para, posteriormente, designarlo como su secretario general; haciendo de «nexo entre el Libertador y la República» (Mac-Lean, 1938, p. 399).

Luego, en junio de 1825, sería vocal fundador de la Corte Superior de Arequipa, y, con fecha17 de febrero de 1826 «fue nombrado Vocal titular de la Corte Suprema de Justicia de la República, expidiéndole el título el Consejo de Gobierno. Contaba entonces 29 años de edad y fue el más joven de los magistrados que integró el tribunal supremo» (Mac-Lean, 1938, p. 401), tomando el juramento de estilo el 20 de febrero de ese mismo año. Durante el Gobierno de Agustín Gamarra fue cancelado su nombramiento, como refiere Mac-Lean y Estenós (1938), conjuntamente con los de los vocales «José María Galdeano, Fernando López Aldana y Manuel Vicente Villarán, quienes se reunieron en sesión plenaria el 23 de agosto, al día siguiente de la trascripción del decreto, y acordaron dejar constancia de su protesta en guarda de sus derechos»[10] (p. 405); siendo restituido a la Corte Suprema por decreto del mismo Gobierno el 1 de febrero de 1832 como fiscal interino.

Continuó prestando grandes servicios al país en diferentes cargos públicos, integrando en 1835 el Consejo de Estado, creado por Salaverry para suplir la falta de Parlamento. Fue nombrado Fiscal de la Nación por el Consejo de Ministros del Gobierno de Ramón Castilla.

José Faustino Sánchez Carrión, nace en la ciudad de Huamachuco, Departamento de La Libertad. Enviado a Lima, fue alumno del colegio de San Carlos, donde estudió filosofía, matemáticas y, más tarde, jurisprudencia, con altas calificaciones. Ávido lector, su espíritu se formó en los nuevos ideales. Liberal y defensor de los derechos ciudadanos, se recibió como abogado en la antigua Audiencia de Lima. Miembro del Colegio de Abogados de Lima, recientemente fundado a semejanza del de Madrid, en sus escritos reflejaba su espíritu analítico y los admirables criterios con que abordaba complejas cuestiones jurídicas. Con el influjo de las ideas nuevas, colaboró decididamente con la forja de la independencia.

Diputado por la provincia de Trujillo en el Congreso Constituyente de 1822, dio profundas muestras de su erudición y elocuencia que autorizaban sus opiniones. Fue uno de los primeros secretarios de la Asamblea Constituyente, haciendo gala de su sagacidad. Al arribo de Bolívar al Perú, revestido del poder dictatorial, Carrión concurrió a la campaña final que puso fin al dominio español y selló definitivamente la emancipación del Perú. Como secretario general del libertador, atendía con carácter y grandes fatigas los asuntos de guerra y de la administración. Fue miembro del Consejo de Gobierno establecido en Lima y luego ministro de Relaciones Exteriores. Creó una junta calificadora para depurar la conducta de funcionarios y militares que no acompañaron la campaña libertadora. Como ministro de Estado, instaló en 1825 la Suprema Corte de Justicia. Nombrado vocal de la misma por Bolívar, una penosa enfermedad le impidió desplegar sus brillantes dotes en la magistratura. La enfermedad que minaba su existencia, ya desde hace buen tiempo, las fatigas de la campaña militar y las multiplicadas labores del gabinete, agravaron irremediablemente su salud; acaeciendo su fallecimiento en la localidad de Lurín, a donde se había retirado con fines de sanación.

Centurión Vallejo (1975) destaca de Sánchez Carrión la lealtad «a sus ideas y al Perú. Por eso combatió —añade— el sistema monárquico y defendió los intereses de la patria por encima de lo que podría significar su entrega, sin regateos, al servicio de la independencia y del sistema republicano» (p.71). Bolívar estimó altamente esa adhesión de quien llegaría a ser uno de sus más leales colaboradores, prócer de la república y miembro fundador de la Suprema Corte de Justicia. En mérito a sus servicios distinguidos en favor de la causa de la libertad, el Dr. José Sánchez Carrión, de la Suprema Corte de Justicia, fue declarado por resolución del Congreso, de fecha 18 de febrero de 1825, «Benemérito de la patria en grado heroico y eminente».

 

Estas semblanzas de los primeros miembros de la Suprema Corte de Justicia de 1824 exhiben sus múltiples y excepcionales atributos, competencias y talentos para acometer, como hombres de dos mundos, desde el más Alto Tribunal de Justicia peruano, el proceso de transición de un sistema judicial indiano a una jurisdicción constitucional, en momentos en que, además, se gestaban y eran testigos de trascendentales cambios en el mundo: conquistas en el pensamiento que daban lugar a giros radicales en lo político, en lo social y en lo jurídico. Si lograron con éxito o no esa transición y si estamos contribuyendo o no con tan encomiable labor iniciada hace cerca de doscientos años, probablemente es algo que aún está por verse, a pesar del tiempo transcurrido. Lo que sí está claro es la innegable dignidad, entereza, patriotismo y genio de esos preclaros hombres para sostener, cual próceres de la justicia, la afirmación de la institucionalidad democrática en horas cruciales de la república y en los primeros pasos de la Suprema Corte de Justicia.

5.      A modo de conclusión

La influencia reformadora del pensamiento liberal fue innegable en el proceso de emancipación política de los países de Hispanoamérica y, en ese contexto, los debates constitucionales en nuestra naciente república fueron, sin duda, reflejo de las ideas adoptadas en las Cortes de Cádiz, en las constituciones revolucionarias francesas de 1791 y 1793, en la Convención de Filadelfia de 1787, y, cómo no, también en el constitucionalismo inglés. El ideal perseguido era el rompimiento con el sistema de justicia virreinal, aunque tal propósito llevaría todavía varias décadas en alcanzarse, pues, como es de conocimiento general, instituciones jurídicas del derecho indiano aún pervivieron durante los primeros años de la república.

Mediante decreto del 19 de diciembre de 1824, Simón Bolívar, encargado del Poder dictatorial en el Perú, declara establecida la Suprema Corte de Justicia en la ciudad de Lima, cuya creación estaba prevista en el artículo 98 de la Constitución sancionada el 12 de noviembre de 1823. De este modo, la Corte Suprema fue creada como el más alto órgano jurisdiccional en la administración de justicia del Perú independiente. Con ello, se dignificaba la magistratura peruana y el naciente Estado peruano depositaba su confianza en hombres imbuidos de un fuerte sentimiento patriótico, sí, pero también, y, sobre todo, versados, con entereza moral y aplomo para garantizar el triunfo de la justicia. La conformación multinacional de la Suprema Corte de 1824, que guardaba consonancia con el espíritu continental de las nuevas repúblicas americanas, contribuyó en ese afán.

 


 

Referencias

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[1] Apunta el autor que la cuantía de estas causas no debía ser mayor a quince mil pesos, pues de ser así se correría traslado de los procesos a los tribunales que estableciese el nuevo gobierno independiente.

[2] Supreme Court, en inglés.

[3] Cabe precisar que esta mención en el acta al «decreto dictatorial de 22 del pasado diciembre» es inexacta, porque, como ya se ha señalado, acompañando incluso la imagen de la Gaceta del Gobierno, el decreto que da por establecida la Suprema Corte de Justicia es de fecha 19 de diciembre de 1824.

[4] En el contexto parece indicar que este término es empleado aquí en el sentido de «cumplir con absolver la consulta».

[5] Una de las primeras, si no la primera realizada por la Suprema Corte.

[6] El contexto parece indicar que este término es empleado aquí en su acepción de «severo o riguroso».

[7] El contexto parece indicar que este término es empleado aquí en su acepción de «declaración».

[8] De acuerdo al inciso 8 del artículo 111 de la Constitución de 1828, es atribución de la Suprema Corte de Justicia conocer «En tercera instancia de las causas de presas, comisos y contrabandos, y de todos los negocios contenciosos de hacienda conforme a ley

[9] Según el artículo 37 del Reglamento de los Tribunales de 1822: «Las súplicas se interpondrán, en la sala que ha sentenciado en vista, y se sustanciarán y decidirán en otra».

[10] Se trata del decreto de 20 de agosto de 1831, que nombra a los vocales de la Corte Suprema.