La
Suprema Corte de Justicia de 1824
The Supreme Court of Justice of 1824
Ramiro
Antonio Bustamante Zegarra
Juez
Titular de la Corte Suprema de Justicia y miembro del Consejo Ejecutivo del
Poder Judicial
(Lima,
Perú)
https://orcid.org/0000-0003-0604-5093
Humberto
Luis Cuno Cruz
Director
del Centro de Investigaciones Judiciales de la Corte Suprema de Justicia
(Lima,
Perú)
https://orcid.org/0000-0003-1406-8789
Resumen
Al término de la campaña militar
que puso fin a la dominación española, Simón Bolívar dictó el decreto
dictatorial por el cual declaró establecida la Suprema Corte de Justicia en la
capital del Perú. Advertido de que no podría consolidar el nuevo diseño
institucional del país si no daba el impulso definitivo a una nueva
organización de la justicia, decidió prescindir de todo lo relacionado con el
ejercicio de la función jurisdiccional y dar cumplimiento a lo dispuesto en el
artículo 98 de la Constitución de 1823. Presentamos aquí una visión
retrospectiva de la creación de la Corte Suprema de Justicia, acompañándola de una
semblanza de los magistrados que la integraron por primera vez, a fin de
bosquejar el panorama histórico de la justicia en la naciente república peruana.
Palabras clave:
independencia, Constitución, Corte Suprema, jueces, justicia.
Abstract
At the end of the military campaign that put an end to
the Spanish domination, Simon Bolivar issued the dictatorial decree declaring
the establishment of the Supreme Court of Justice in the capital of Peru.
Warned that he would not be able to consolidate the new institutional design of
the country if he did not give definitive life to a new organization of
justice, he decided to dispense with everything related to the exercise of the
jurisdictional function and to comply with the provisions of Article 98 of the
Constitution of 1823. The purpose of this article is to offer a retrospective
view of the creation of the Supreme Court, as well as a brief portrait of the
judges who undertook the duty of integrating it, and to give a historical
overview of the panorama of Peruvian justice in the nascent republic.
Key words: independence, Constitution, Supreme Court, judges,
justice.
1.
La justicia en el periodo preconstitucional
peruano
Los principios y fundamentos para
la nueva organización de la justicia en el Perú se pueden encontrar ya en la
Constitución de Cádiz de 1812 que, a decir de Ugarte (1978), forma parte de «la
historia del constitucionalismo peruano» (p. 30). Y aunque el
constitucionalismo gaditano no tuvo el impacto esperado, la doctrina coincide en
que la influencia reformadora del pensamiento liberal fue innegable en el
proceso de emancipación política de los países de Hispanoamérica. En efecto,
los criollos peruanos, por ejemplo, aceptaron con entusiasmo el advenimiento
del nuevo modelo liberal español y vieron en el mensaje democratizador el
anuncio de la posibilidad de mayor acceso, vía electoral, a los cargos públicos.
Sin embargo, el hecho de que este, finalmente, solo fue un privilegio que no
alcanzaba a la mayoría de la población (Peralta, 2008, p. 69), explicaría el
paso de una actitud favorable a un liberalismo enfocado solo en reformas, pero
fiel a la corona española, hacia un liberalismo más radical o independentista.
Al
influjo de las ideas liberales de ese periodo, el primer documento normativo expedido
en nuestro suelo por José de San Martín fue el Reglamento de Huaura (dado del
12 de febrero de 1821), localidad en la que se juró por primera vez nuestra
independencia. Este reglamento estableció la demarcación y administración del
territorio ocupado por la expedición libertadora, bajo la denominación de «Departamentos
Libres del Estado del Perú», al mando, precisamente, del «Protector» de la
naciente república, acompañado de sus ministros de Guerra (Bernardo
Monteagudo), de Relaciones Exteriores (Juan García del Río) y Hacienda
(Hipólito Unanue). De esta forma «se empezaba[n] a
bosquejar las incipientes instituciones del nouveau regimen que se enmarcaban
dentro de la tendencia del gobierno ministerial propio del liberalismo europeo
y que recibió la denominación de "Poder Directivo del Estado"» (Altuve-Febres,
2005, p. 436).
Los
republicanos fueron el componente social decisivo en ese periodo. Con el respaldo
de ellos, José de San Martín convocó, por decreto de diciembre de 1821, al
Congreso General Constituyente que, reunido en la Universidad de San Marcos,
daría el texto constitucional llamado a delinear nuestra institucionalidad
democrática. Tras el éxito de las campañas libertadoras, representantes de ese
ideario social ocuparían «posiciones importantes en los mandos administrativos,
legales, judiciales, militares y económicos de la incipiente estructura social
de la nación» (Rengifo, 2022, p. 54).
El citado
Reglamento de Huaura también había dispuesto la
creación de «un órgano judicial de las fuerzas independientes, en paralelo a la
audiencia limeña, denominado Cámara de Apelaciones, con sede en la
ciudad de Trujillo, el cual —como refiere Gálvez (2008)— «tomaría a su cargo
las causas que anteriormente eran de conocimiento de las audiencias» (p.
187-188)[1].
El objetivo era generar un rompimiento con el sistema de justicia virreinal,
aunque tal propósito solo se consolidaría décadas más adelante, debido a la
pervivencia de las instituciones jurídicas del derecho indiano durante los
primeros años de la república. Posteriormente, José de San Martín, mediante Decreto
Protectoral del 4 de agosto de 1821, daría por abolida la Cámara de Apelaciones
de Trujillo, para dar paso a la Alta Cámara de
Justicia con sede en la ciudad de Lima, «tribunal que contaba con las
mismas atribuciones que la extinguida audiencia limeña, en lo referente a la
administración de justicia, gozando de jurisdicción en las zonas
independientes» (Gálvez, 2008, p. 189). De hecho, el decreto que estableció este
órgano de justicia, prescribía que, en tanto se emita el reglamento para la
administración de justicia, «observará […] las leyes que regían a las
Audiencias, en cuanto no contradigan los principios de libertad e independencia
proclamados en el Perú» (artículo 4).
Dado el
carácter provisional del Reglamento de Huaura, la Alta Cámara de Justicia
tendrá una breve existencia, pues, en cumplimiento de lo dispuesto por la
primera Constitución y tras la instalación del gobierno de Simón Bolívar en la
ciudad de Lima, se expidió el Decreto Dictatorial del 22 de diciembre de 1824,
por el que se refundía la Alta-cámara en la Corte Superior de Justicia del departamento de Lima, establecida
por ese mismo decreto. Así, la Alta
Cámara de Justicia, creada por José de San Martín en la ciudad capital como
el más Alto Tribunal de justicia, pasó, en realidad, a formar parte de los
antecedentes históricos de la Corte Superior de Lima, a diferencia de la Corte
Suprema de Justicia de la República, que tuvo como partida de nacimiento el
artículo 98 de la Constitución sancionada el 12 de
noviembre de 1823.
2.
La Constitución de 1823 y el incipiente
constitucionalismo peruano
Previo al debate constitucional
de 1823, la Suprema Junta Gubernativa del Perú, comisionada por el Soberano Congreso
Constituyente, ya había decretado en las Bases de la Constitución de 1822 que
el principio básico para el establecimiento y conservación de las libertades
era la división de los tres poderes, que debían ser independientes unos de
otros, «en cuanto sea dable» (artículo 10) y, en consecuencia, con ello, que «el
Poder Judiciario es independiente» (artículo 17). No se trataba de una
Constitución, como bien apunta García (1997), sino de «los principios sobre los
cuales se aprobaría la futura constitución» (p. 235).
Aquella fue
una etapa de nuestra vida republicana caracterizada por la desorientación y sucesivas
crisis políticas, en la que se debatió «sobre el Estado, la forma de gobierno y
las filosofías políticas entonces en auge (liberalismo frente a conservadores
autoritarios)» (García, 1997, p. 237). Al hacer un balance de aquella época y
del rol que jugaron los liberales en la génesis del Perú republicano, no debe extrañar
que la experiencia haya arrojado un saldo desfavorable:
La
primera generación liberal había fracasado en su propósito de lograr progreso
cívico y paz. Ni la carta de 1823, liberal hasta la utopía; ni la de 1828,
equilibrada y de corte estadounidense; ni menos aún la de 1834, contemporánea a
una época de anarquía, obtuvieron vigencia real. También los autoritarios,
partidarios de un gobierno fuerte y civilizado, fracasaron en la primera edad
republicana, puesto que la carta vitalicia de Bolívar apenas si rigió dos meses
y los gobiernos de Gamarra y Vivanco solo lograron despertar disturbios por sus
métodos violentos. Es a partir de 1845, cuando coinciden factores favorables
como la recia personalidad de Castilla, el auge económico derivado de la
explotación del guano y el cansancio del país por el desorden de los gobiernos
efímeros sucesivos, que el Estado peruano comienza a adquirir cierta
estabilidad y ordenamiento. (Ferrero, 1958, citado en Rengifo, 2022, p. 55)
El caso
peruano no fue excepcional, sino el común denominador de las naciones recientemente
independizadas del imperio español. Desde una perspectiva crítica, y siguiendo
el pensamiento de Alberdi, Centurión (2020) señala que en esta primera etapa
las constituciones de América del Sur «habían sido la expresión de la necesidad
de acabar con el dominio hispánico: la democracia y la independencia eran todo
el propósito constitucional» (p. 124); y que ya en un segundo periodo se evidencia
la gestación de un derecho constitucional republicano, pero no sin dejar de advertir
respecto al irreflexivo afán de imponer modelos constitucionales para los
países de la América del Sur:
A
fuerza de vivir por tantos años en el terreno de la copia y del plagio de las
teorías constitucionales de la Revolución francesa y de las constituciones de
Norte-América, nos hemos familiarizado de tal modo con la utopía, que la hemos
llegado a creer un hecho normal y práctico. Paradojal y utopista es el
propósito de realizar las concepciones audaces de Siéyes y las doctrinas
puritanas de Massachussets, con nuestros peones y gauchos que apenas aventajan
a los indígenas (Alberdi, 1886, citado en Centurión, 2020, p. 125).
A pesar
de estos cuestionamientos, no puede negarse que las cartas políticas sancionadas
en ese contexto histórico, como la Constitución peruana de 1823, fueron el
resultado de la evolución del constitucionalismo en el continente, y la
creación de la Suprema Corte o Corte Suprema en cada uno de los países
independizados, una consecuencia inevitable de la adopción de los principios y
los modelos constitucionales más vanguardistas de su época y del devenir
inexorable de los acontecimientos.
Como
apunta Jamanca (2007), los pensadores nacionales iniciaron los debates
constitucionales reproduciendo, en cierta forma, las ideas planteadas en las
Cortes de Cádiz, «en las constituciones revolucionarias francesas de 1791 y
1793, en la Convención de Filadelfia de 1787 y, en menor grado, recoge los
aportes del constitucionalismo inglés» (p. 276). Como fuese, «esta influencia
fue trascendental» (Pazo, 2021, p. 209).
Las ideas
de Constitución, de división y balance de poderes; la noción de soberanía
nacional, de forma republicana de gobierno; el concepto de democracia y de
democracia constitucional, son todos fruto de las ideas ilustradas de la época;
y los hombres y mujeres que las enarbolaron en nuestro país, incluso a riesgo
de su propia seguridad, son dignos de ser recordados, en este caso, como
precursores de una nueva justicia, que hoy mismo sigue imponiendo grandes retos
a sus operadores jurisdiccionales.
3.
Creación, instalación y conformación de la
Suprema Corte de Justicia de 1824
El Perú de 1824 era el de un territorio
«desgarrado por la anarquía y los estragos de la guerra emancipadora» (Alva,
2004, p. 44), pero con la derrota definitiva de las huestes fieles a la Corona
española el 9 de diciembre de 1824 y la capitulación del virrey, quedó libre el
camino para que Simón Bolívar se instale en la ciudad capital de Lima como un
gobierno constitucional.
Es así
que solo 10 días después de la victoria de Ayacucho, el 19 de diciembre de
1824, Bolívar, presidente de la República de Colombia y encargado
del Poder dictatorial en el Perú, emite el decreto dictatorial que declara
establecida la Suprema Corte de Justicia en la ciudad capital del Perú, cuya
creación estaba prevista en el artículo 98 de la Constitución de 1823 (artículo
1).
El
decreto, que fue el tercero en la república, dado su carácter provisional,
estableció que la Suprema Corte estuviera integrada por «un presidente, cuatro
vocales y un fiscal» (artículo 2). La histórica norma fue publicada el domingo
16 de enero de 1825 en la Gaceta del Gobierno, publicación oficial que
recopilaba todas las leyes dadas por el gobierno bolivariano.
Como es
evidente, la denominación de «Corte Suprema»[2],
generalmente utilizada hoy para designar a los más altos tribunales de justicia
de los poderes judiciales en los países americanos de habla hispana, no deja de
responder «en mucho —como precisa Ciuro Caldani (1992)— al desarrollo de la
Corte Suprema de los Estados Unidos de América, establecida en 1787, pero
desarrollada, [como se sabe,] en muy significativos aspectos, gracias a la obra
de jueces ilustres como John Marshall» (p. 14).
Ese
carácter supremo de la Corte, añade Ciuro (1992), «significa una posición de
“límite” de la estructura gubernamental, que permite apreciar mejor el mundo
jurídico más allá del gobierno mismo». Esto es típico de los países que se
inscriben en el sistema jurídico continental y estructurados en un Estado
unitario, donde «la Corte Suprema actúa como corte de casación o tribunal de
casación» (Pinochet, 2016, p. 391); a diferencia de los países organizados en
un Estado federal y adscritos al sistema jurídico anglosajón, como es el caso
de Estados Unidos de América, en el que la Suprema Corte «ejerce las funciones de un tribunal de última instancia o
grado, ejerciendo el control máximo de constitucionalidad de las leyes,
interpretando la Constitución y otras normas de rango infralegal, velando
además por la uniformidad de la jurisprudencia» (Pinochet, 2016, p. 391).
Así,
adscribiéndose también al sistema jurídico continental, la Suprema Corte de
Justicia de 1824 fue creada como el más alto órgano jurisdiccional en la
administración de justicia del Perú independiente —acorde con las funciones
prescritas en el artículo 100 de la Constitución de 1823—. En ese horizonte, y por
solemne acto, se instala la Suprema Corte el 8 de febrero de 1825 en el Palacio
Dictatorial. La ceremonia estuvo presidida por el entonces ministro de Estado
en los Departamentos de Gobierno y Relaciones Exteriores, doctor José Sánchez
Carrión, y se celebró con la concurrencia de una singular asistencia. En los Anales
Judiciales de la Corte Suprema de Justicia, Año Judicial de 1923, tomo XIX,
se lee el acta de instalación de la Suprema Corte de Justicia:
En
la heroica y esforzada Ciudad de los Libres, capital de la República Peruana, a
8 de febrero de 1825, 6º y 4º, se reunieron en el Palacio Dictatorial en la
Sala preparada para las sesiones de la establecida Suprema Corte de Justicia,
todas las autoridades y tribunales de que consta el Poder Judiciario en el
departamento de Lima, y algunas otras clases del Estado, previo el
correspondiente emplazamiento que al efecto les fué hecho por el Ministro de
Gobierno, habiendo al mismo tiempo concurrido un inmenso pueblo ávido de
presenciar el interesante espectáculo que la notoriedad y la voz pública tenían
anunciado por todas partes. El concurso se ordenó en esta forma. Sobre los
estrados situados a la derecha de la sala se colocaron las sillas de los
señores vocales de la Corte Superior de Justicia de este departamento y en el
lado opuesto se pusieron las bancas de los Individuos de la Iltma.
Municipalidad. En seguida se sentaron los Jueces de Derecho, la Cámara de
Comercio, el Protomedicato, los Prelados religiosos y otras varias
corporaciones. En el fondo de la sala se levantaba sobre una larga gradería, un
anchuroso estrado que debajo de dosel recibía las sillas preparadas para los S.
S. Presidente y Vocales del nuevo Tribunal, realzándose todo el precio del ornato
con el retrato de S. E. el Dictador del Perú, que se hallaba colgado en el
medio del dosel. (p. 295-296)
La
instalación del primer cuerpo judicial de la naciente República fue un suceso que
generó una gran expectación pública en la ciudad de Lima, ya que fue organizada
con «fastuoso aparato», como se lee en la misma acta:
se
presentó en la Sala el señor doctor don José Sánchez Carrión, Ministro de
Estado en el Departamento de Gobierno y Relaciones Exteriores, y ocupando la
primera silla debajo del dosel, procedió a informar al público del plausible
objeto de aquella concurrencia, leyendo en alta voz el decreto dictatorial de
22 del pasado diciembre[3]
por el que se ha dignado S. E. declarar establecida la Suprema Corte de
Justicia, prevenida en el artículo 98 de la Constitución, y manifestando en
seguida las personas en quienes por disposición suprema habían recaído los
nombramientos de Presidente y Vocales, que lo fueron: el señor doctor don
Manuel Lorenzo Vidaurre y Encalada Presidente, y vocales el señor doctor don
Francisco Valdivieso, el señor doctor don José Cavero y Salazar, el señor
doctor don Fernando López Aldana, y el señor doctor don Tomás Ignacio
Palomeque. (p. 295-296)
En su
discurso, José Faustino Sánchez Carrión elogió la decisión del Libertador Simón
Bolívar de dignificar la magistratura peruana y su deseo de que triunfe la
justicia, en tanto que, en relación a los primeros jueces supremos, expresó su
confianza en «unos miembros que, versados en las sublimes tareas de una
continuada judicatura, conocen su deber» (Ribeyro, 1878 p. 9).
En
efecto, a decir de Freundt (1927), los supremos jueces convocados «no debieron […] su encumbramiento de manera única a la
situación política producida; valores evidentes por su capacidad y virtudes ya
habían sobresalido entre sus conciudadanos desde las postrimerías del gobierno
colonial en el desempeño de elevados cargos» (p. 397). Ese mismo día, Simón
Bolívar designó como vocal al ministro José Faustino Sánchez Carrión, quien no
llegó a asumir el cargo debido a una penosa enfermedad y su posterior deceso. Posteriormente sería designado como fiscal el doctor José María
Galdiano y Mendoza.
Dado el
carácter internacional de la revolución emancipadora, no extraña en la primera
conformación de la Suprema Corte de Justicia la presencia de un neogranadino,
el Dr. López Aldana, y la de un peninsular, el Dr. Tomás Palomeque;
conformación multinacional que —como apunta Núñez (2019)— no debe sorprender, pues
ello «iba a tono con el precario desarrollo de las nacionalidades, pero también
guardaba consonancia con el espíritu continental de las nuevas repúblicas» (p.
79).
Trazar
los primeros pasos de la instalada Suprema Corte es tarea compleja, pues sus
iniciales actuaciones estuvieron marcadas por las secuelas de las guerras
emancipadoras. Así, se debió avocar a establecer las responsabilidades de quienes
no habían acompañado el proceso de independencia o habían actuado en su contra.
Vidaurre, su presidente, pronto debió enfrentar una «fuerte presión política,
pues el 18 de febrero de 1825 efectuaba[4]
una consulta[5]
al Ministerio de Gobierno (Sánchez Carrión) sobre la normativa constitucional a
seguir antes de iniciar un proceso criminal contra cuatro ex altos funcionarios acusados de traición» (Morales y
Morales, 2016, p. 147), pues, como señalara más adelante, era deseo del
Tribunal iniciar sus tareas con un proceso que sea muestra de la exactitud e
imparcialidad de la corte.
Esta respuesta
fue transcrita y remitida por orden del libertador Simón Bolívar a la sede del
Parlamento con fecha 18 de febrero de 1825, y fue leída en sesión secreta del
Congreso el 21 de febrero de 1825. El presidente de la Suprema Corte decía lo
siguiente:
—Siendo
la principal de las garantías en una República, manifestar que ninguna persona
es inviolable, y siéndolo al mismo tiempo que la criminalidad de los
funcionarios, no sea decidida por una voz general, sino por un juicio seguido
conforme á las leyes; esta Corte contempla preciso que se formalice éste contra
los ex-Presidentes don José de la Riva-Agüero y don Bernardo Tagle, contra el ex-Ministro
don Juan de Berindoaga, y don Diego Aliaga, Vice-Presidente.
Pero
hallándose en la Constitución que para formalizar estos juicios es preciso el
antecedente concepto del Senado: no habiéndose aún instalado; y por otra parte
no siendo conveniente ni político detener el curso de estas importantes causas:
el Tribunal contempla que las altas facultades concedidas á S. E. el Libertador
Jefe Supremo por el Congreso Nacional, son suficientes para alzar este pequeño
obstáculo, y con su órden puede comenzar el juicio.
En
este caso es indispensable que se recojan y remitan todas las piezas y
documentos que obran contra dichos individuos, y que deben servir en parte de
la sumaria.
El
Tribunal desea dar principio á sus tareas con un proceso que sea la prueba de
su exactitud é imparcialidad en las sentencias, y espera que U. S. haga
presente al Jefe Supremo la pureza de sus intenciones, y el celo que lo anima
con respecto á este grave y extraordinario asunto.- (Obín y Aranda, 1895, p.
329)
El 25 de febrero
de 1825, el Ministro de Estado en el Departamento de Gobierno y Relaciones
Exteriores envió a la Corte Suprema una nota con la transcripción de los
acuerdos de la representación nacional, que conoció del acta de la Corte
Suprema de Justicia, enviada al Libertador, sobre la declaración de si había o
no lugar a formación de causa contra los imputados, expresidente don José de la
Riva Agüero y José Bernardo Torre Tagle, exvicepresidente don Diego de Aliaga,
y el exministro don Juan de Berindoaga. Esos acuerdos habilitaban el inicio de
las referidas causas y, en tal sentido, disponían que el Gobierno debe poner a
disposición de la Corte Suprema todos los documentos necesarios relativos a los
imputados para que pudiera formarse concepto sobre la culpabilidad de cada uno
de ellos (Eguiguren, 1953, p. 86).
Los
historiadores han dado cumplido recuento sobre estos procesos instaurados
contra tan altos exfuncionarios, entre los que, como hemos visto, se contaban dos
expresidentes de la república. Pero en el caso del exministro Juan de Berindoaga,
general de brigada del ejército del Perú y ministro de guerra, se suscitaron fuertes
críticas —justificadas o no— en el sentido de que la aplicación de la pena de
muerte en este caso fue injusta; según algunos, por el particular encono que
Simón Bolívar le guardaba, y por la excesiva severidad con que, aparentemente, la
Suprema Corte habría actuado. La instrucción y acusación en este proceso ilustran
los esfuerzos del juez para cumplir con su obligación de llegar a la verdad. En
opinión de Eguiguren (1953):
El
proceso contra Berindoaga fue una dramática lucha
entre el juez que, aparte de cumplir su austero[6]
deber, se hallaba poseído de elevados sentimientos de patriotismo, y el
procesado, hombre inteligente, que había prestado servicios a la causa
independiente; pero que en ese instante de su vida se hallaba acusado de un
grave delito, que aparecía tanto más serio cuanto recientes eran los oprobios
que habían sufrido los patriotas por acción de los españoles. Juez y procesado
aguzan el ingenio; el uno para demostrar la existencia del hecho imputado y el
otro para destruirla. (p. 156)
Preso en
la cárcel de la extinguida Inquisición, Juan de Berindoaga compareció
ante el Dr. Ignacio Ortiz de Zevallos, fiscal de la Suprema Corte y presidente
de la Sala de Primera Instancia que conoció de oficio la causa, a efecto de que
sea tomada su confesión[7].
Esta diligencia duró varios días y aquí presentamos solo un breve extracto del
interrogatorio fiscal realizado el día el 11 de noviembre de 1825, en el que se
aprecia un debate sobre el mérito probatorio de las deposiciones de los testigos:
Reconvenido,
como niega la verdad, cuando por el testimonio uniforme de los testigos que se
han examinado de oficio, aparece comprobado por notoriedad, que efectivamente
el confesante intervino en la traición concertada con los españoles, y cuyo objeto fué el que llevó a Jauja, so color de
desempeñar la comisión del Gobierno, exprese la realidad de los hechos con
inteligencia de dichas declaraciones que se le han leído, dijo: Que no es
extraño que en el público se crea aparentemente que el confesante estaba
complicado en la horrible traición de la llamada de los españoles a Lima, y
destrucción de las fuerzas republicanas, cuando ejercía los Ministerios de
Gobierno y Guerra; pero que esta misma razón, bien examinada comprueba la
inocencia del confesante, por haberse tenido cuidado en ocultarle toda idea
pérfida. Que todos los declarantes hablan por notoriedad, es decir por las
voces o concepto general que inspiraba al público la ida del confesante a
Jauja, creyendo ser enviado por el ex-presidente Tagle; pero que ninguno fija
ni puede fijar hecho alguno positivo que convenza del objeto pérfido de la
misión. Que por el contrario mil y mil comprobantes, tanto políticos, como
militares convencen hasta el extremo que Berindoaga jamás pudo asentir a que
los españoles viniesen a Lima, ni tampoco a que destruyesen las fuerzas
republicanas. (De Mendiburu, 1932, pp. 14-15)
En otro
momento del proceso, Berindoaga, frente a similar reconvención del juez, expone
de manera más clara este mismo e interesante argumento, pues contesta señalando
que «exist[e] gran diferencia en la notoriedad emanada de los hechos físicos e
indubitables a la de sucesos políticos oscuros por su naturaleza y regularmente
contrarios al modo común con que son concebidos» (Eguiguren, 1953, p. 97), buscando de esta manera subrayar que en este tipo de
casos no es necesariamente el hecho visible que, a los ojos del ciudadano
común, por ejemplo, puede presentarse incluso como objetivo e indubitable, el
que nos conducirá a la verdad; sino la finalidad, la intencionalidad o los
motivos que condujeron a actuar de tal o cual manera, que en el caso de la
insidia política suele estar más bien oculta, precisamente detrás de lo que se
presenta como evidente.
Tampoco
en sus actuaciones iniciales como corte de casación y de instancia, dejó de
verse perturbada por factores políticos la labor de la naciente Suprema Corte,
pues, como refiere Freundt (1927), su organización misma se vería alterada por
la «vida azarosa de la política, sobre todo en el primer medio siglo de nuestra
libertad […] fruto natural de las constantes luchas intestinas que
convulsionaban la República» (p. 388). En este escenario no fueron extraños los
atentados contra la independencia de la magistratura y de la administración de
justicia; circunstancias que determinaran a la Corte Suprema a hacer valer,
mesuradamente, su derecho como máxima instancia de un poder independiente, con
un incremento paulatino de su prestigio gracias a que «siempre ha contado en su
seno a buen número de los hombres más eminentes de la nacionalidad» (Freundt,
1927, p. 408).
La
Suprema Corte se erigía, de este modo, como la piedra angular del Poder
Judicial, en el complejo escenario de la organización de un nuevo sistema de
justicia en el Perú republicano, que, ciertamente, vista la inestabilidad
política y la crisis social y económica que aquejaban al país, se presentaba
como una tarea que sobrepasaba las posibilidades del nuevo Estado peruano. El
establecimiento de Cortes Superiores y el nombramiento de jueces tornó este
propósito en un objetivo prácticamente inalcanzable, al menos a corto y mediano
plazo. Como sostiene Whipple (2013):
A fin de
que se adopten medidas que permitan superar todas estas limitaciones, Vidaurre llamaba
la atención sobre la importancia de una judicatura sólida para aspirar a un
Estado fuerte, destacando que «todos los teóricos modernos afirma[ban] con
razón, que un estado no será bien constituido, si los magistrados no son
inamovibles é independientes» (p. 4); e invocaba, por el buen nombre del
tribunal, por el decoro de la magistratura y por la dignidad nacional, que «el Presidente, se digne expedir las providencias mas
serias y activas para el remedio de unos males, que no solo aflijen á los
interesados, sino que subsistiendo será á costa del descredito y desdoro de la
república» (p. 12).
Pero aún
en este entorno de continua crispación política, la Suprema Corte no descuidó la
atención de otros asuntos más cotidianos. Algunos documentos históricos custodiados
actualmente en la Corte Suprema dan testimonio de ello. Tal es el acuerdo general
adoptado en la causa de doña Manuela Vicuña contra el Estado, expediente
1828-023, sobre adjudicación de una mina, que llegó a conocimiento del Alto
Tribunal vía súplica de derecho, tipo de causas que, por mandato constitucional
estaban reservadas, exclusivamente, a la jurisdicción de la Corte Suprema de
Justicia en tercera instancia[8].
Por tanto, el Tribunal, en Sala Plena, declaró que «a él solo le pertenece la
facultad de admitirlas o denegarlas». De acuerdo a ello, debían reputarse como
derogados por la isma Constitución de 1828 los artículos 37, 38. y 39 del
Reglamento de Tribunales de 1822, que autorizaban a las Cortes Superiores la
admisión o repulsa de las citadas súplicas de derecho[9].
En
consecuencia, se remitió copia de lo acordado a la Corte Superior del
Departamento de Lima para que actúe conforme a las razones expuestas. El acuerdo
general, tomado en la Heroica y esforzada ciudad de los libres, fue
suscrito por los vocales supremos José Cavero (presidente), Fernando López
Aldana, Felipe Santiago Estenós, Manuel Villarán, José de Larrea y Loredo, e Ignacio
Ortiz de Zevallos (fiscal).
Como muestra
de la trascendencia de la Suprema Corte en la vida jurídica nacional, en la
consulta elevada por la Corte Superior de Justicia de Trujillo, sobre la inteligencia del artículo 119 de la Constitución, que
permitía solo en segunda y tercera instancia la concurrencia de un conjuez en
el juzgamiento de las causas de minería y hacienda, se pueden apreciar
claramente las históricas rúbricas de los supremos que absolvieron dicha consulta
en materia mercantil, vocales: López Aldana, Galdiano, Estenós, Villarán; asimismo,
aparece del secretario Juan Rondón, y en el siguiente folio (9), la vista
fiscal Ortiz de Zevallos, con su respectiva rúbrica.
4.
Los primeros jueces de la Suprema Corte de
Justicia
A modo de
homenaje y con motivo de la cercanía del bicentenario del establecimiento de la
Corte Suprema de Justicia, reproducimos en seguida, los aspectos más
resaltantes en la vida de esos primeros jueces, básicamente a partir del texto
de Ribeyro (1878):
Manuel Lorenzo
Vidaurre y Encalada, nacido en 1773 en la ciudad de Lima, en el seno de
una familia distinguida. Estudió tal vez la única carrera que le permitía
ejercitarse en los certámenes académicos y en las controversias jurídicas, con
las reservas que la política colonial imponía a los pensamientos libertarios.
Admitido en las escuelas como profesor, fue abogado, orador, historiador y
literato; disciplinas que lo encumbraron como uno de los miembros más
distinguidos del foro. De temple excepcional, comprendió que el estudio del
derecho era vital para el progreso de la civilización moderna, pero el derecho
peninsular, con su sistema restrictivo y absurdo no era capaz de ofrecerle la
amplitud de pensamiento que requería. Hizo de comentador de la legislación
romana y española, remontándose a los orígenes de la jurisprudencia, y le eran
familiares las obras que, a inicios del siglo XVI, nutrían las teorías que
desde Alciato y Bodin, Leibniz y Domat, hasta Vico, Montesquieu, Hegel y Bentham
se propagaban en el ámbito del derecho; lo cual le permitió dar a sus
pensamientos jurídicos el tinte inconfundible de la originalidad que se reflejó
en una prolija obra jurídica.
Oidor en
la Audiencia del Cuzco, de Porto Príncipe y de la Coruña, Vidaurre ejerció la
alta magistratura, poniendo de manifiesto su profundo conocimiento de la
ciencia del derecho y de la jurisprudencia en complejas materias. La causa emancipadora
le abrió nuevos horizontes intelectuales, pero ya en beneficio del país. Fue
convocado al Perú por el general Simón Bolívar para que «con
su amplia experiencia en la administración de justicia, colaborara en la
organización del naciente Estado peruano. Específicamente, se encargaría de
establecer el “Poder Judiciario”» (Morales y Morales, 2016, p. 144). También
le dispensó su amistad y aquellas consideraciones, que solo son debidas a
prohombres del carácter y del genio de Vidaurre. Merecedor de su confianza, fue
no solo el consultor en asuntos arduos y delicados, sino que estimó su valía
como jurisconsulto para convocarlo a la Corte Suprema de Justicia, la cual presidió
hasta en tres ocasiones. También fue decano del del Ilustre Colegio de Abogados
de Lima. Su obra jurídica es extensa, destacando los proyectos de Código Civil
y de Código Penal.
José
Cavero y Salazar, nacido en Lima de padres de alcurnia social, desarrolló
un inocultable culto por las letras. Estudió en el Convictorio de Lima, ya en
momentos en que se escuchaban las primeras voces de insurrección, y se cultivó
en todo tipo de obras que ya anunciaban una trascendental transformación
intelectual y filosófica. Abogado por la Universidad de Lima (San Marcos), se
distinguió por su gran facilidad para la investigación de la evolución
histórica de las instituciones jurídicas, adquiriendo gran nombradía en el
foro. Incursionó con éxito en la carrera diplomática como representante del
Perú en Chile ya en los días en que se luchaba por la independencia, dando
muestras de su talento en materias conexas con el derecho internacional.
Fue el
segundo presidente que tuvo la Suprema Corte de Justicia gracias a la libre
elección de sus pares, en cumplimiento de lo que establecía la Constitución;
cargo en el que manifestó integridad y vocación humanista, distinguidas
cualidades que incrementaron su reputación y estima.
Fernando
López Aldana, nacido en Bogotá en 1784, fue enviado a educarse
a Europa, continente en el que conoció las ideas y sentimientos patrióticos. Al
regresar, graduado como doctor en medicina en las Universidades de Paris y de Madrid,
encontró una América agitada por los vientos independentistas. En Bogotá, como en
Quito, López Aldana entendió que América era su patria sin distingo de nacionalidades
o localidades, y puso su patriotismo al servicio de la independencia de
Colombia y del Perú. En Bogotá concluyó sus estudios de derecho con la
obtención del título de abogado. Se desempeñó como consultor de graves asuntos
y defensor. Ejerció en Quito esta esforzada profesión y, al llegar a Lima, la
providencia le encargó desempeñar un elevadísimo papel en favor de la
independencia y los fueros de la América del Sur.
Puesto en
contacto con los patriotas de la capital, López Aldana, al mismo tiempo que se
avocaba a su profesión —que ejerció por veinte años con aceptación pública—, no
descuidó el estudio de las ciencias morales, políticas y administrativas; lo
que le granjeó merecida fama de estadista y de experto jurisconsulto. En 1812
fundó el periódico El Satélite del Peruano, que fomentó el patriotismo,
promovió los derechos del hombre y la soberanía de las naciones para gobernarse
por sí mismas; lo que le costó sufrir prisión, muchas privaciones y la inquina
de las autoridades. A la llegada de San Martín, colaboró activamente con el
éxito de la campaña libertadora. Integró la Alta Cámara de Justicia, y
fue condecorado con la Orden del Sol y con la medalla del Ejército Libertador,
siendo así el único ciudadano que, sin ser militar de carrera, mereció tal distinción.
Designado como magistrado de la Suprema Corte de Justicia, prestó, con
integridad, elevados servicios.
Leguía y
Martínez (1972) nos recuerda un pasaje del decreto que sancionó su nombramiento
como miembro de la Suprema Corte. La letra de este dice: «Peruanos: este
recomendable ciudadano ha contribuido a vuestra libertad del modo más eficaz, y
es acreedor al aprecio de todo buen patriota» (p. 599) y expresa en dos líneas
un reconocimiento a toda su labor en favor de la consolidación de la
independencia del Perú. Pasó a la
condición de cesante en 1831, pero continuó al servicio del país en la
Beneficencia Pública de Lima.
Tomás
Ignacio Palomeque, natural de España, se educó en Italia en la
célebre Universidad de Pisa. Dedicado a los estudios de jurisprudencia, se
recibió de abogado y fue nombrado oidor de la Audiencia de Buenos Aires.
Trasladado al Tribunal de Chuquisaca, dio allí muestra de sus altas calidades y
recto comportamiento. Su promoción a la Audiencia de Lima le abrió nuevas
posibilidades para mostrar sus dotes de juzgador. Como uno de los
jurisconsultos españoles que llegaron a estas tierras para desempeñar las
funciones judiciales, destacó por sus grandes luces, carácter conciliador, y admirables
virtudes morales y cívicas.
Arraigado
en estas tierras como oidor de la Real Audiencia de Lima, el advenimiento del
nuevo orden permitió su paso de la magistratura antigua a la magistratura
nacional, pues aceptó el proceso de independencia como una necesidad para los
pueblos que anhelan gobernarse por sí mismos. La llegada de las huestes
libertadoras no le significó mella alguna, por el contrario, gozó de todo tipo
de atenciones y reconocimientos a su trayectoria en la judicatura. Afrontó el
proceso de independencia con prudencia, pero sin ignorar los anhelos de
justicia de una América que carecía de autonomía.
José de
San Martin y Simón Bolívar, a su turno, supieron aquilatar sus méritos como
magistrado en perspectiva de la nueva organización judicial, donde le
correspondería mostrar sus luces, experiencia, integridad y austeridad en la
administración de justicia. No fue el único caso en el que el nuevo régimen
acogía a ciudadanos españoles signados por sus propios méritos, y quiso el
acaso que fuera uno de los jueces predestinados a fundar la Suprema Corte de
Justicia del Perú republicano.
José
María Galdiano, nació en Lima en 1780 en el seno de una
distinguida familia. Ingresó al Convictorio de San Carlos para seguir latinidad
y humanidades. Gracias a los estudios de filosofía y del derecho, fue recibido
de abogado en la Audiencia de Lima en 1801 e incorporado en el Ilustre Colegio
de Abogados de Lima, del que fue decano en varias ocasiones. Fue regidor del
Ayuntamiento de Lima y estando en este cargo tuvo noticia del desembarco del
general San Martín en las playas de nuestro territorio, y del posterior
establecimiento de su cuartel general en Huaura. Corría el año de 1820. Fue representante del Cabildo, junto con los
comisionados del virrey y del general del Ejército libertador en la conferencia
de Punchauca, en la que se buscó arribar a un acuerdo para concluir la
contienda definitivamente y establecer gobiernos independientes; esperanzas
que, al verse frustradas, condujeron los acontecimientos por los caminos de la
guerra.
Fue
diputado por Lima en el Congreso Constituyente reunido en 1822 bajo el sistema
representativo. Luego sería nombrado en 1824 como ministro de Estado por Simón
Bolívar, lo que le permitió mostrar sus dotes de estadista y en la
administración de la cosa pública. José María Galdiano, como muchos de los
hombres de su época, fue contemporáneo con los sucesos de la revolución
francesa de 1793 y, con ella, de la declaración de los derechos del hombre, por
lo que comprendía perfectamente la trascendencia de la implantación de un
régimen representativo para nuestro país. Al igual, que los demás miembros
elegidos para conformar la Suprema Corte de 1824, el magistrado Galdeano reunía
las cualidades necesarias para ejercer la nueva judicatura. Posteriormente, fue
designado ministro de Hacienda y de Gobierno en el Estado Norperuano.
Ignacio
Ortiz de Zevallos, nacido en la ciudad Quito en 1777, fue un
notable hombre público de grata recordación por su patriotismo e infatigable
trabajo intelectual. Se sumó prontamente a la causa independentista y fue
nombrado miembro de la Junta Gubernativa que se estableció en su patria, como ministro
de Gracia y Justicia. Tras la reacción realista en Quito se constituye en Lima,
donde entabló estrecha amistad con los hombres de letras y defensores de la
causa emancipadora, así como con el gobierno, que supo apreciar su patriotismo,
ingresando a la administración del naciente Estado en cargos de importancia. Su
influencia en el primer Congreso, para el que fue elegido en 1822 como diputado
por la provincia de Lima, quedó estampada con su firma en la Constitución de
1823.
Terminada
la guerra en diciembre de 1824 es nombrado vocal de la Suprema Corte. Luego de
seis años de servir con gran celo e integridad en la Fiscalía de la Corte
Suprema de Justicia, fue despojado del cargo el 24 de agosto de 1831 (Ortiz de
Zevallos, 1831, p. 3) por el Ejecutivo, so pretexto de renovación de las Cortes
de Justicia. Posteriormente, el Gobierno le encargó delicadas misiones como
ministro del Perú cerca del gabinete de la república de Bolivia, mostrando sus
dotes de sagaz diplomático. Fue designado como ministro plenipotenciario en
Londres. Formó parte de las comisiones encargadas de dar los reglamentos de los
tribunales de presas, de imprenta y de comisos. Participó en la elaboración de un
proyecto de Código Civil. Se le encargó la redacción del periódico oficial,
publicación que versaba sobre cuestiones políticas y administrativas, materias
literarias, jurídicas, históricas y filosóficas.
En
reconocimiento a sus altos méritos fue condecorado con la Orden del Sol, creada
por José de San Martín; con la medalla de Bolívar, con la Cruz de San Lázaro y
San Mauricio de Italia, y la de la Rosa del Brasil.
Felipe
Santiago Estenos, nace en Arequipa en 1797, de acuerdo al
manuscrito que Roberto Mac-Lean y Estenós hace sobre la vida y obra de este
magistrado de la Corte Suprema. Contemporáneo de las sublevaciones de Francisco
de Zela, de los hermanos Pallardelli y de José Gómez, en Tacna, así como de los
hermanos Angulo y, en particular, del levantamiento del cacique y brigadier
Mateo Pumacahua en 1814, quien entró triunfalmente en la ciudad de Arequipa;
fue, junto con otros adolescentes que no pudieron unirse al ejército de
Pumacahua, activo propagandista de las ideas liberales. En Lima, culmina en
1821 sus estudios de abogacía en la Universidad Mayor de San Marcos,
incorporándose al Ilustre Colegio de Abogados de Lima. Decidido a dirigir sus esfuerzos
al servicio de la causa libertadora, se alista en el ejército patriota y es
nombrado secretario del general en jefe de Juan Antonio Álvarez de Arenales.
Fue
diputado por la Provincia de Arequipa en el Congreso Constituyente que se
instaló el 20 de setiembre de 1822. Nombrado por el presidente Riva Agüero como
asesor jurídico de la Presidencia del Departamento de Lima. Al arribo de
Bolívar mostró su adhesión a la obra que iba a
emprender en el Perú, de allí que el 22 de enero de 1825 Bolívar lo nombrara asesor
del Tribunal del Consulado, y el l de abril del mismo año lo designó como su asesor
en la campaña del Alto Perú, para, posteriormente, designarlo como su secretario
general; haciendo de «nexo entre el Libertador y la República» (Mac-Lean, 1938,
p. 399).
Luego, en junio de 1825, sería vocal fundador
de la Corte Superior de Arequipa, y, con fecha17 de febrero de 1826 «fue
nombrado Vocal titular de la Corte Suprema de Justicia de la República,
expidiéndole el título el Consejo de Gobierno. Contaba entonces 29 años de edad
y fue el más joven de los magistrados que integró el tribunal supremo» (Mac-Lean, 1938, p. 401), tomando el juramento de
estilo el 20 de febrero de ese mismo año. Durante el Gobierno de Agustín Gamarra
fue cancelado su nombramiento, como refiere Mac-Lean y Estenós (1938),
conjuntamente con los de los vocales «José María Galdeano, Fernando López
Aldana y Manuel Vicente Villarán, quienes se reunieron en sesión plenaria el 23
de agosto, al día siguiente de la trascripción del decreto, y acordaron dejar
constancia de su protesta en guarda de sus derechos»[10]
(p. 405); siendo restituido a la Corte Suprema por decreto del mismo Gobierno
el 1 de febrero de 1832 como fiscal interino.
Continuó
prestando grandes servicios al país en diferentes cargos públicos, integrando
en 1835 el Consejo de Estado, creado por Salaverry para suplir la falta de
Parlamento. Fue nombrado Fiscal de la Nación por el Consejo de Ministros del Gobierno
de Ramón Castilla.
José Faustino Sánchez Carrión, nace en la ciudad de
Huamachuco, Departamento de La Libertad. Enviado a Lima, fue alumno del colegio
de San Carlos, donde estudió filosofía, matemáticas y, más tarde,
jurisprudencia, con altas calificaciones. Ávido lector, su espíritu se formó en
los nuevos ideales. Liberal y defensor de los derechos ciudadanos, se recibió
como abogado en la antigua Audiencia de Lima. Miembro del Colegio de Abogados de
Lima, recientemente fundado a semejanza del de Madrid, en sus escritos
reflejaba su espíritu analítico y los admirables criterios con que abordaba
complejas cuestiones jurídicas. Con el influjo de las ideas nuevas, colaboró
decididamente con la forja de la independencia.
Diputado
por la provincia de Trujillo en el Congreso Constituyente de 1822, dio
profundas muestras de su erudición y elocuencia que autorizaban sus opiniones.
Fue uno de los primeros secretarios de la Asamblea Constituyente, haciendo gala
de su sagacidad. Al arribo de Bolívar al Perú, revestido del poder dictatorial,
Carrión concurrió a la campaña final que puso fin al dominio español y selló
definitivamente la emancipación del Perú. Como secretario general del
libertador, atendía con carácter y grandes fatigas los asuntos de guerra y de
la administración. Fue miembro del Consejo de Gobierno establecido en Lima y
luego ministro de Relaciones Exteriores. Creó una junta calificadora para
depurar la conducta de funcionarios y militares que no acompañaron la campaña
libertadora. Como ministro de Estado, instaló en 1825 la Suprema Corte de
Justicia. Nombrado vocal de la misma por Bolívar, una penosa enfermedad le impidió
desplegar sus brillantes dotes en la magistratura. La enfermedad que minaba su
existencia, ya desde hace buen tiempo, las fatigas de la campaña militar y las
multiplicadas labores del gabinete, agravaron irremediablemente su salud;
acaeciendo su fallecimiento en la localidad de Lurín, a donde se había retirado
con fines de sanación.
Centurión
Vallejo (1975) destaca de Sánchez Carrión la lealtad «a
sus ideas y al Perú. Por eso combatió —añade— el sistema monárquico y defendió
los intereses de la patria por encima de lo que podría significar su entrega,
sin regateos, al servicio de la independencia y del sistema republicano»
(p.71). Bolívar estimó altamente esa adhesión de quien llegaría a ser uno de
sus más leales colaboradores, prócer de la república y miembro fundador de la
Suprema Corte de Justicia. En mérito a sus servicios distinguidos en favor de
la causa de la libertad, el Dr. José Sánchez Carrión, de la Suprema Corte de
Justicia, fue declarado por resolución del Congreso, de fecha 18 de febrero de
1825, «Benemérito de la patria en grado heroico y eminente».
Estas semblanzas
de los primeros miembros de la Suprema Corte de Justicia de 1824 exhiben sus múltiples y excepcionales atributos, competencias y
talentos para acometer, como hombres de dos mundos, desde el más Alto Tribunal
de Justicia peruano, el proceso de transición de un sistema judicial indiano a
una jurisdicción constitucional, en momentos en que, además, se gestaban y eran
testigos de trascendentales cambios en el mundo: conquistas en el
pensamiento que daban lugar a giros radicales en lo político, en lo social y en
lo jurídico. Si lograron con éxito o no esa transición y si estamos
contribuyendo o no con tan encomiable labor iniciada hace cerca de doscientos
años, probablemente es algo que aún está por verse, a pesar del tiempo
transcurrido. Lo que sí está claro es la innegable dignidad, entereza,
patriotismo y genio de esos preclaros hombres para sostener, cual próceres de
la justicia, la afirmación de la institucionalidad democrática en horas cruciales
de la república y en los primeros pasos de la Suprema Corte de Justicia.
5.
A modo de conclusión
La influencia reformadora del
pensamiento liberal fue innegable en el proceso de emancipación política de los
países de Hispanoamérica y, en ese contexto, los debates constitucionales en
nuestra naciente república fueron, sin duda, reflejo de las ideas adoptadas en
las Cortes de Cádiz, en las constituciones revolucionarias francesas de 1791 y
1793, en la Convención de Filadelfia de 1787, y, cómo no, también en el
constitucionalismo inglés. El ideal perseguido era el rompimiento con el
sistema de justicia virreinal, aunque tal propósito llevaría todavía varias décadas
en alcanzarse, pues, como es de conocimiento general, instituciones jurídicas
del derecho indiano aún pervivieron durante los primeros años de la república.
Mediante
decreto del 19 de diciembre de 1824, Simón Bolívar, encargado del Poder
dictatorial en el Perú, declara establecida la Suprema Corte de Justicia en la
ciudad de Lima, cuya creación estaba prevista en el artículo 98 de la
Constitución sancionada el 12 de noviembre de 1823. De este modo, la Corte
Suprema fue creada como el más alto órgano jurisdiccional en la administración
de justicia del Perú independiente. Con ello, se dignificaba la magistratura
peruana y el naciente Estado peruano depositaba su confianza en hombres
imbuidos de un fuerte sentimiento patriótico, sí, pero también, y, sobre todo, versados,
con entereza moral y aplomo para garantizar el triunfo de la justicia. La
conformación multinacional de la Suprema Corte de 1824, que guardaba
consonancia con el espíritu continental de las nuevas repúblicas americanas,
contribuyó en ese afán.
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[1]
Apunta el autor que la cuantía de estas causas no debía ser mayor a quince mil
pesos, pues de ser así se correría traslado de los procesos a los tribunales que
estableciese el nuevo gobierno independiente.
[2] Supreme
Court, en inglés.
[3]
Cabe precisar que esta mención en el
acta al «decreto dictatorial de 22 del pasado diciembre» es inexacta, porque,
como ya se ha señalado, acompañando incluso la imagen de la Gaceta del
Gobierno, el decreto que da por establecida la Suprema Corte de Justicia es de
fecha 19 de diciembre de 1824.
[4]
En el contexto parece indicar
que este término es empleado aquí en el sentido de «cumplir con absolver la consulta».
[5] Una de las
primeras, si no la primera realizada por la Suprema Corte.
[6] El contexto parece indicar que este
término es empleado aquí en su acepción de «severo o riguroso».
[7] El contexto parece indicar que este término
es empleado aquí en su acepción de «declaración».
[8]
De acuerdo al inciso 8 del artículo
111 de la Constitución de 1828, es atribución de la Suprema Corte de Justicia conocer
«En tercera instancia de las causas de presas, comisos y contrabandos, y de
todos los negocios contenciosos de hacienda conforme a ley
[9]
Según el artículo 37 del Reglamento de los Tribunales de 1822: «Las súplicas se
interpondrán, en la sala que ha sentenciado en vista, y se sustanciarán y
decidirán en otra».
[10]
Se trata del decreto de 20 de agosto
de 1831, que nombra a los vocales de la Corte Suprema.